miércoles, 1 de febrero de 2017

Miércoles, 10:06 p.m.



Cuando era chiquita mi sueño era salir en televisión. Me acuerdo que mi papá tenía una filmadora, (sí, filmadora. Porque así le dijimos siempre) marca Sony, con la que me grababa presentando programas ridículos en la sala de mi casa. Luego crecí y, como supongo le pasa a la mayoría, los planes se volvieron otros.

Una vez únicamente entrevisté a alguien para las cámaras. A alguien de verdad, con cámaras de verdad. Estaba en quinto semestre y no sé por qué resulté en el Metropolitano escuchando una conferencia. El tipo, que se llamaba Alejandro, habló de muchas cosas; de su vida, más que todo; de Laura, su esposa; y del tiempo en que escribía correos a Universal Studios. El pretexto del encuentro fue su productora Contento Films, a la que, dijo, había nombrado de esa manera porque que era así como quería vivir el resto de su vida, contento.

Recuerdo que me sentí profundamente inspirada por su visión de que los sueños eran posibles, fáciles, y que luego, cuando tuve que sostener el micrófono junto a él, no pude dejar de temblar.

Hace unos días, la semana pasada creo, alguien me dijo que la productora había quebrado. Al principio algo dentro de mí se quebró también un poco. Pero luego, pensé, no sé, en una especie de consuelo quizá, que al menos él había sido lo suficientemente valiente para salir al mundo y construir lo que soñaba.

Y bueno, nada, quisiera tener esa valentía. Quisiera encontrar un sueño y dejar la vida por seguirlo, quisiera no tener miedo y andar descalza, quisiera perderme en la emoción de algún momento.

En cambio, estoy aquí, pintándome las uñas.

Pero ya será, otro día. Pronto, espero.

lunes, 5 de diciembre de 2016

Enero

Sí, la respuesta era sí. No la sabía cuando se lo pregunté; quizá la sospechaba, de pronto había algo en su forma de sentarse, en la calma que de él parecía emanar, ahí, en esa silla rodeado de desconocidos, que me hizo suponerlo.

Cuando me recogieron en el aeropuerto, un tipo gordito, a ratos asiático, me contó que el cielo se tornaba rosado cuando iba a nevar. Recuerdo que me sorprendió un montón y que fue lo primero que le dije a la mamá cuando la llamé por Skype, luego de haberle llorado un rato porque se había sentado en mí el peso de la distancia.

Ese día el cielo estaba gris, muy gris. Ahora que lo veo en las fotos no creo que hubiera habido espacio alguno para otra tonalidad. Sin embargo, esa vez, lo sentí rosado. Sé que no dejaba de mirarlo, preguntándome si iría a nevar, mientras recorríamos las calles que, luego íbamos a sabernos de memoria, pero que para ese entonces nos eran desconocidas.
Hay certezas que nacen con nosotros, cosas que no dudamos, que nos permitimos sentir ciertas, propias. Una de las mías es que las miradas son imanes. He creído siempre que se llaman entre sí, que se buscan, que tienen algún tipo de conexión extraña que las hace encontrarse. Lo reafirmé con él ese día. Ahí estaba yo, con un montón de lapiceros nuevos, que me obligué a empacar consiente de mi increíble capacidad para perderlos en cuestión de segundos, mirando el celular, que solo mostraba la hora y el avioncito en la esquina superior derecha que me acompañó desde que salí de casa. Había un ruido ensordecedor que se colaba hasta por los rincones, la sala estaba repleta de personas que pensaban en diferentes idiomas y que no podían ocultar lo nuevo que todo aquello les parecía. Nada se inmutó, no hubo un sonido especial, ni algún gesto distante, ni siquiera una sombra peculiar que me cruzará por el rabillo del ojo, no hubo nada, absolutamente nada, y sin embargo, levanté la mirada y me encontré con la suya.

No pretendo entender qué fue lo que pasó, ni me interesa encontrar alguna teoría extraña que hable del destino y de cómo todo se conecta, me basta con lo que fue, con lo que fue y no puedo explicarme, con lo que fue y no se me olvida.

Cruzamos tres sonrisas, dos palabras y cuando nos llamaron para empezar el recorrido, decidimos caminar juntos. No hubo ninguna conversación profunda sobre los motivos que cada uno tenía para hacer ese viaje, no hablamos de nuestros padres ni de nuestros países y no nos embarcamos en discusiones sobre el rumbo de la vida, o sobre la sensación de que eso que empezábamos quizá nos cambiaría para siempre. Simplemente caminamos, miramos el cielo que era gris pero sentí rosado, leímos las placas con los nombres de las calles Smithe, Homer, Nelson, Cambie, vimos los veleros que esperaban en el muelle, y nos servimos de fotógrafos.

Había alguien, un señor gordo y de chaqueta verde, creo, que nos explicaba la historia, los puntos importantes, los restaurantes cercanos, las indicaciones básicas. Pero no escuchamos mucho. Luego de un rato, devolvimos nuestros pasos hasta quedar nuevamente en la entrada del instituto por la que hacía poco habíamos salido.

 No sé quién lo propuso, la memoria me traiciona, tengo la sensación de que simplemente lo supimos, como si hubiéramos estado parados ahí y ambos hubiésemos mirado la entrada del mismo café en la esquina de la calle del enfrente y sin tener que decirnos nada hubiéramos decidido que era ahí donde pasaríamos el resto de la tarde.

Sin embargo, estoy segura de que no fue así, sé que alguno de los dos tuvo que haber preguntado qué era lo que haríamos luego y el otro tuvo que haber respondido, tras mirar a su alrededor, algo así como, “quizá ese café sea bueno, hace frio”. Pero no lo recuerdo, mi historia es, que simplemente lo supimos.

El café era pequeño, 5 mesas quizá, y tenía una vitrina de postres y croissants. Pedimos dos chocolates calientes, él pagó. Nos sentamos en la esquina, frente a frente, e intentamos jugar un rato con un ajedrez que robamos de la mesa vecina. Solo nos reíamos. A veces, él miraba el diccionario que tenía sobre las piernas, me hacía señas con la mano para que esperara, buscaba la palabra y la decía. A veces yo parloteaba sobre algún tema, quizá nada importante, y él me sonreía. “No entendí nada”, decía mirándome a los ojos y yo me encogía de hombros, “no importa”, y volvíamos al apacible silencio.


Ahí empecé a sospecharlo, pero tuve la certeza cuando bajó la guitarra que colgaba de la pared y comenzó a tocar una canción que ya hoy ninguno recordamos. No hubo luego de eso espacio para duda alguna, supe, desde ese día y para siempre, que cuando lo había mirado por primera vez en esa mesa y le había preguntado si era una persona simpática, la respuesta era sí.  


Sara Betancur Carvajal 

sábado, 3 de diciembre de 2016

it´s always the little things

I remember the classroom was small and always hot. The day I recall the must is when the teacher thought us numbers meant nothing. “It’s impossible for us to really understand great numbers, he said, if we hear 700 it’s like we have heard nothing, because the amount is so big the brain can only see it us a number and nothing else, so every piece of humanity gets lost in that process”. Then he showed us the profiles the New York Times did after 9/11 about the victims. Probably we read one or two, and when the class was over he said to us: be sure to always look for humanity, in the end that’s the only thing that matters.

Today, I understood why. After the morning of November 28th, wherever one looks can find the name “Chapecó” surrounded by numbers and complicated words that are there trying to shape a painful and chaotic tragedy. Probably we will remember those things in the next five or six months, but I’m sure as the time passes by the only thing that will remain of this huge pile of information are the little things. 

Our memories won’t keep the overwhelming number of deaths, instead we will remember the 5 minutes distance there was between the plane crash and the airport. It’s not the lost of a whole soccer team what will make us feel like crying, but the story of that one player who only the night before had found out we was going to be a dad. It’s not the uncountable screams of the whole crew that will rumble in our ears, but that exact second when the pilot, Miguel Quiroga, told the air traffic controller: “we need to land, this is an emergency”.

After a while, of the numbers, we will know nothing, but of the little things we will never forget. I guess it is because there is something in them that remind us of how hopeless we are before the unquestionable fragility of life.


jueves, 25 de agosto de 2016

Carta abierta al tipo de la camioneta gris con el letrero de “NO a la paz”



18.250 días. Imagínese sentir miedo por 18.250 días. Imagínese despertar cada una de esas mañanas preguntándose cuándo van a mejorar las cosas y teniéndose que responder, cada vez, con un “no sé, pareciera que nunca”. ¿Se lo imaginó? Pues bien, ahora sepa que eso que siente, ese desasosiego que le da vueltas en la cabeza, no alcanza siquiera la mitad de la magnitud del que sienten las personas que han tenido que sufrir en carne propia los más de 50 años que lleva la guerra en este país.
Creo que tuvo que pasar un asunto muy extraño con nosotros, algo así como que una noche, mientras dormíamos, cayó una sustancia del cielo o subió en el vapor de la lluvia y nos dejó a todos miopes sin que nos diéramos cuenta. Nos volvió una sociedad incapaz de ver la realidad que tiene tan cerca, y extrañamente capacitada para apropiarse de los problemas ajenos, de las modas ajenas, de las culturas ajenas. Como un montón de seres que andan por ahí doliendo las guerras del mundo mientras ignoran las muertes que se dan cita a diario en los patios de sus casas.
Pero lo complicado es que somos unos miopes extraños. Nos pasamos la mayor parte del tiempo ignorando las realidades que golpean a nuestras puertas, pero cuando de repente esas realidades se vuelven ejes mediáticos, nos convertimos mágicamente en los más iluminados entre los iluminados. Los más preparados para comprender las situaciones, los más instruidos para opinar, los más capaces para ponernos en los zapatos ajenos y hablar por los demás, como haciendo ademán de algún derecho divino que ni Dios sabe cuándo nos otorgó.
Todo este tema se me volvió demasiado nítido cuando en estos días me tocó ver a alguien que conozco manejando una camioneta gris que le dieron sus papás  para cambiarle el carro ya viejo del año pasado. La camioneta, que todavía guarda el brillo del concesionario, tenía en todo el vidrio trasero una pancarta que decía “NO al plebiscito”.
No puede más que sonreír ante lo descarada que es la ignorancia. ¿Cómo es posible que una persona, que jamás en su vida ha tenido que mirar a la guerra a los ojos, ande por ahí gritando su negativa contra el intento de ponerle un fin?
Porque claro, es que es muy fácil, (y léase el muy fácil en mayúscula), decirle no a la paz cuando usted está sentado en su carro, camino a casa, donde hay comida lista esperándolo, una nevera llena y un montón de seguridades. Es muy fácil decirle no a la paz cuando la guerra parece un término de películas con nombres en alemán, que nada tienen que ver con usted ni con la realidad que lo rodea.
Pero pongámonos del otro lado. Ya no está usted en su carro sino en una casita hecha con cuanto material se ha encontrado o le han regalado los conocidos, en San José del Pinar, intentando hacer lo último que le queda de arroz para sus dos hijos que vuelven de tener que trabajar en los semáforos porque las oportunidades para estudiar parecen propagandas de mentira. Véase frente a la olla del arroz, con el viento entrándosele por entre las paredes, intentando no pensar en la noche que le tocó salir de su casa con sus dos hijos y lo que alcanzó a coger mientras lo amenazaban dos tipos con pistolas. Véase así  y contéstese honestamente si le daría la misma negativa al plebiscito.
No estoy diciendo que la paz es el plebiscito, o que una vez firmados los acuerdos con las Farc, Colombia va a ser el país soñado. Pero sí estoy diciendo que el plebiscito es un paso para intentar salir de los últimos 50 años de tragedia y sangre que se han comido este país por los bordes. Porque si bien es cierto que el plebiscito no es garantía para la paz,  al menos es un intento real y tangible, una oportunidad para ponernos de verdad en los zapatos de la guerra y alzar nuestra voz en contra.
Eso sí, ahora no se vaya a ir a firmarlo a ciegas porque su abuelo le dijo o porque leyó dos columnas de opinión de algún periódico importante. Primero infórmese, lea el artículo que va a salir desglosando los acuerdos y subráyelo con un resaltador amarillo o del color que quiera. Vaya a charlas sobre el postconflicto o al menos busque los resúmenes en YouTube. Pare la serie en Netflix o la novela de las cinco e infórmese de la guerra. Siéntese a leer alguna crónica de periodistas de su país que se han jugado la vida para relatar el conflicto y, si es posible, léase un libro entero de esas crónicas.

Sálgase de la zona de confort y mire a la guerra de frente, aunque sea desde lejos, desde la seguridad de su casa, desde la portada del libro, desde la pantalla del celular. Dese cuenta de que es real, trate de dimensionarle la magnitud, para que así, cuando salga a decidir sobre el fin o no de esos más de 18.250 días de guerra, al menos sus argumentos tengan algo de validez  y no parezcan la pancarta ridícula de la camioneta gris de un ignorante. 

Sara Betancur Carvajal 

lunes, 1 de agosto de 2016

Se tejen más que hilos



               Maleable. Creo que la primera vez que oí el término debía tener unos doce años y la expresión de quien escucha otro idioma. Probablemente eran las 2 de la tarde y el inclemente sol golpeaba las ventanas mientras el profesor de química intentaba dar su clase. Maleable, entendí después, es la palabra con la que se define una cosa que puede adquirir distintas formas según se le requiera. No lo olvido, a pesar de que sí olvidé todo lo otro que la química intentó enseñarme.

Con el paso del tiempo y el capricho de escribir y preguntarse me fui dando cuenta de que las historias, todas, compartían esa cualidad. Entendí que siempre estaban ahí a la espera de que alguien las tomara  y les diera una forma, las codificara para el mundo, las supiera tangibles. Descubrí, entonces, que por el mismo hecho de ser maleables, las historias podían, siempre, esconderse en cualquier parte.

Me gusta imaginar que no se le develan a cualquiera, que saben escoger sus relatadores, que se cuidan de no andar por ahí cayendo en manos inapropiadas. Por eso me sorprende tanto encontrarlas, por eso me maravillo ante las múltiples formas que toman, ante esa facilidad suya para ir más allá del formato que las encasilla. Y es que siempre, como un iceberg,  las historias dicen más de lo que se alcanza a ver de ellas.

No pienso entonces que sea memorable encontrarlas en su forma más sencilla: cuando danzan al ritmo de letras y palabras. Creo sí, que es un verdadero tesoro, descubrirlas cuando se tornan sutiles y casi silenciosas.

De ahí que me maraville con el conjunto de prendas que algún autor, mal llamado diseñador, expone bajo luces incandescentes. Pues las colecciones, que nacen al público en forma de desfile, son otra manera de relatar el mundo. La moda es, al fin y al cabo, una recopilación de historias, que en vez de párrafos, toman forma de hilos entretejidos.



Sara Betancur 

sábado, 18 de junio de 2016

Conexión


A  Camilo, gracias por recordarme
verdades inquebrantables.  


                       Hay algo curioso con las ideas, me inclino a creer que son como niños traviesos que juegan en la cabeza sin pedirle permiso a nadie. Me pasa todo el tiempo que las siento de aquí para allá persiguiéndose unas a otras intentando encontrarse algún sentido, algún orden, alguna forma de salir, de ser algo que transforme lo que son. 
Por eso, mantengo siempre una libreta y un lapicero, para irlas tatuando entre las hojas cuando se dejan atrapar, cuando se hacen coherentes y me permiten escuchar que es lo que tanto quieren decir con su corre-corre. 
Claro está que no siempre dejan que me les acerque, son bastante ariscas, las ideas, digo. Gobiernan ellas solas su propio mundo y defienden su libertad a capa y espada. No les gusta andar por ahí dejándose encasillar por cualquier momento de lucidez que algún loco tenga de vez en cuando. Las ideas son sabias, y solo se le materializan, de vez en cuando, a quien realmente lo merece.

jueves, 16 de junio de 2016

De otro tiempo

                 


A Melissa, gracias por  permitirme 
imaginar tiempos más bonitos. 
                          



                          Siempre que se me cae alguna pestaña, o tengo en frente las velas que cada vez apuntan a números más grandes, pido el mismo deseo: regresar en el tiempo. Y la razón es simple, quiero regresar en el tiempo porque me gustaría, tanto como me gustan los domingos en los que duermo cual si el mundo se pausara, volver a cuando el amor era simple y se valía por sí mismo. 
No sé de donde me surgió la certeza de que pertenezco a otra época. Pero tengo la descabellada teoría de que por algún azar del destino, algún conjuro mal escrito que recitó una bruja con perversas intenciones me lanzó a este tiempo a aprender alguna cosa que todavía no descubro. 
Siento que debe ser algo sobre el amor, porque de alguna forma, siempre, todo lo que hacemos, incluso cuando intentamos huir, parece tener alguna conexión  con el amor.  Siento que lo que debo entender ha de tener que ver con eso, con recordar el amor, el que es bueno, y salir a buscarlo con la certeza de que sigue por ahí caminando en algún lugar el mundo.



Sara Betancur Carvajal