miércoles, 11 de febrero de 2015

La bicicleta de nadie

(-"Ahí la tienen, esa es la imagen. Me gustaría que intentaran un texto para describirla, sin adjetivos. ¡Pilas!, sin trampa".) 



Era esa, él lo sabía. La expresión de que no la reconocía no era más que una fabricación llena de errores que intentaba mitigar el daño, un mecanismo de defensa que le servía para lo mismo que sirve una bufanda en el desierto.

"¡Amelia!" Gritaron a todo pulmón las 5 personas que intentaban encontrarla, pero no hubo más respuesta que el grito del otro, que estaba un poco más a la izquierda o a la derecha, y que decía la misma cosa. Llevaban así una hora y parecían no darse cuenta de lo mucho que se asemejaban al que busca el amor en un bar, ignorando a cada minuto la certeza que le susurra que no es ahí donde va a encontrarlo.

Todos gritaban menos él, que permanecía parado frente a la bicicleta al lado de la carretera. No había querido moverse. Se aferraba, como un niño a la mano de su madre en el primer día de escuela, a la esperanza de que la bicicleta lo llevara con ella. No dejaba de mirarla y de pensar en cómo las cosas se empiezan a construir solo desde el momento en que alguien las hace suyas, cuando las escoge para imprimirles esencia, para convertirlas en testigos que ven todo pero no dicen nada.
“Las cosas no se parecen al dueño, pensó, las cosas son el dueño. Se vuelven la extensión de sus ideales, de lo que cree que necesita, de lo que ama, de lo que teme”, y entonces lo entendió, sin el dueño dejan de ser, vuelven a su estado de objetos sin memoria, sin identidad. Era eso lo que pasaba ahora con la bicicleta, no podía ser el último soplo de Amelia, ya no podía ayudarlo a encontrarla porque ya no hablaba de ella, no hablaba de nada. Había vuelto a ser la bicicleta de nadie.

"Por qué se la regalé" se culpó en silencio y empezó a torturarse con todos los posibles escenarios que hubieran tenido lugar si en vez de regalarle la bicicleta le hubiera regalado cualquier otra cosa, la que fuera. Seguramente, si así hubiera sido, todavía podría tenerla ahí. ¡Cuánto le gustaría tenerla ahí!, cuanto le gustaría decirle algo que la hiciera sacar de su escondite esa risa que lo curaba todo. 


"¡Amelia!" Volvieron a gritar a su alrededor, pero Amelia no respondió. Amelia ya no estaba, ya no existía más que en esas lagrimas que se perseguían unas a otras por las mejillas de él. En esas lágrimas que ahora le pertenecían incluso más que la misma bicicleta.



Sara Betancur Carvajal

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sábado, 7 de febrero de 2015

Efímero

-¿Cuánto dura un instante? Le preguntó ella, con esa voz suya que hacía que las palabras parecieran melodías. 
-No sé, confesó él. -Supongo que dura lo que dure la felicidad. 
-¿La felicidad? Volvió a preguntar ella y dos rayas apenas perceptibles se le dibujaron entre las cejas.  
-Sí, la felicidad. Aseguró él, deteniéndose un poco en un intento por organizar las palabras.  -Nunca he escuchado que alguien diga que la tristeza de perderla le duró tan solo un instante, o que estuvo atrapado en esa caja sin poder respirar por lo que pareció un instante. He escuchado sí que dura un instante el amor o la última vez que la tuvo en sus brazos. 
Entonces sí, debe ser lo que dura la felicidad, ese momento efímero en que siente uno que tiene el mundo en las manos, y sabe que se le está escapando de a pocos por entre los dedos. Cuando entiende que debe disfrutar lo que está viviendo porque se va a extinguir, va a cambiar, va a desaparecer. 
-No entiendo, ¿sabe uno que se le está escapando? Interrogó ella entrecerrando los ojos. El afirmó con la cabeza. -¿Entonces por qué no hace nada? ¿por qué no cierra mas la mano? ¿por qué no pone una sobre la otra e intenta protegerlo? Las preguntas parecían salir de su boca como quien sale de un lugar en el que estuvo cautivo por mucho tiempo, como quien necesita volar. 
-Porque perdería todo el sentido. Si no se le estuviera escapando, si le durara para siempre, entonces no tendría tanto valor, no parecería tan preciado. El hecho de tener el mundo, pero de saber que lo tiene uno tan solo un instante, hace que se sientan inmensas ganas de conservarlo para siempre, de cuidarlo, de sentirle todas las texturas, de no dejarlo ir. 
Pero no hace uno nada por eso mismo, porque no quiere dejar de sentir que lo que tiene entre manos vale tanto y dura tan poco, no quiere dejar de saborear el agridulce de extrañar algo que no ha perdido. Le respondió él con palabras suaves y pacientes. 
-¿Por qué no aprecia uno las cosas desde el principio, por qué solo entiende lo que valen cuando el final está tan cerca? 
Él se permitió el silencio para pensar un poco, y luego, con palabras que precisan flotar, le dijo: 
-Porque vivimos de recuerdos y no de experiencias y solo entendemos las cosas cuando las miramos hacia atrás. Nos construimos en los finales, porque los finales sacan de nosotros las emociones más fuertes, las más poderosas. Porque nos duele saber que las cosas pasan, que nada queda. Porque finalmente no somos más que los restos que han dejado a su paso los pequeños finales de la vida.

Sara Betancur Carvajal 


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