lunes, 31 de agosto de 2015

Un viento de otro norte

El lugar era el mismo. La forma del techo del balcón arrinconaba la luz y le ponía límites en línea recta sobre el suelo. Las mesas en los mismos sitios, como lunares condenados a nunca moverse.
Me senté en la esquina, como aquella vez. Me parece ahora que hay algo de anhelo en las costumbres. La matita del lado se había vestido de un verde primaveral. No como cuando vinimos. Esa vez estaba dormida. Ahora tenía todas las hojas despiertas y juntas, como pájaros que intentan darse calor.
Eran cuatro, las conté. En la primera, la que queda cerca del pasillo, estaban dos mujeres distraídas en sus celulares. Al lado de la mía no había nadie, pero en la que quedaba diagonal, una pareja se miraba a los ojos y sonreía. No los miré demasiado tiempo. Hubiera terminado encontrándoles similitudes y me hubiese perdido como si estuviera viendo la película de lo que pudo ser. Además, ya sabes que mirar por demasiado tiempo, siempre termina pareciendo un acto de mala educación.  
El mesero me saludó, creo que me reconoció. Estar sentada en el mismo lugar, fue una pista demasiado contundente. Me preguntó si esperaba a alguien y me quedé callada, no supe responderle. ¿Esperaba a alguien? Me pregunté mientras él me miraba en silencio. No, le dije. La persona a la que esperaba no iba a necesitar de otro mantel, ni de un par adicional de cubiertos. Pregunta mal, quise indicarle cuando lo vi alejarse en busca del té que le había pedido, debe preguntar si viene alguien más, no si espero a alguien. Ambas preguntas no caben en la misma respuesta.
Tomé  el té con pitillo y sin darme cuenta. Cuando lo terminé, no quedaba ya nadie en ninguna de las cuatro mesas y los bordes de la luz en el suelo habían perdido la rigidez. Por un segundo me perdí mirando al frente, a la silla vacía, y me pareció ver el humo de tu cigarrillo flotando, como atrapado. Me recordó a alguien que no se mueve porque tiene miedo de que todo cambie.
Pero no había ni humo ni cigarrillo. No era más que la ilusión de un recuerdo que intentó materializarse. Me vino a la memoria un poema que leí hace ya mucho tiempo, cuando tenía la mente más joven. Hablaba sobre los lugares en los que dos personas coinciden sin saberlo. Los tactos que se sobreponen inocentes, como parte del juego del destino, del que conocemos tan poco. Sentí que esa silla guardaba aún algo de tu esencia, que el eco de las risas pasadas había logrado aferrársele a la piel.
Cerré y abrí los ojos dos veces, con fuerza. Como sabes que hago siempre que un pensamiento amenaza con salírseme de la cabeza. Es inevitable pensé, es inevitable esperar. Retirarse, dejar de buscar, aceptar, negar, correr, quedarse. Todas son decisiones que dependen de nosotros. Pero esperar, no. Esperar no nos pertenece. Esperar es una decisión del alma y como todo lo que tiene que ver con el alma, escapa a toda orden.

Finalmente no somos tan diferentes de los árboles, me dije. Podemos movernos, sí. Pero, como ellos, parecemos estar siempre esperando algo ajeno a nosotros mismos. Un viento quizá, que venga de otro norte. O un soplo de cinco de la tarde que suene a esperanza cuando se mezcle entre las hojas.  




Sara Betancur Carvajal 





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