jueves, 25 de agosto de 2016

Carta abierta al tipo de la camioneta gris con el letrero de “NO a la paz”



18.250 días. Imagínese sentir miedo por 18.250 días. Imagínese despertar cada una de esas mañanas preguntándose cuándo van a mejorar las cosas y teniéndose que responder, cada vez, con un “no sé, pareciera que nunca”. ¿Se lo imaginó? Pues bien, ahora sepa que eso que siente, ese desasosiego que le da vueltas en la cabeza, no alcanza siquiera la mitad de la magnitud del que sienten las personas que han tenido que sufrir en carne propia los más de 50 años que lleva la guerra en este país.
Creo que tuvo que pasar un asunto muy extraño con nosotros, algo así como que una noche, mientras dormíamos, cayó una sustancia del cielo o subió en el vapor de la lluvia y nos dejó a todos miopes sin que nos diéramos cuenta. Nos volvió una sociedad incapaz de ver la realidad que tiene tan cerca, y extrañamente capacitada para apropiarse de los problemas ajenos, de las modas ajenas, de las culturas ajenas. Como un montón de seres que andan por ahí doliendo las guerras del mundo mientras ignoran las muertes que se dan cita a diario en los patios de sus casas.
Pero lo complicado es que somos unos miopes extraños. Nos pasamos la mayor parte del tiempo ignorando las realidades que golpean a nuestras puertas, pero cuando de repente esas realidades se vuelven ejes mediáticos, nos convertimos mágicamente en los más iluminados entre los iluminados. Los más preparados para comprender las situaciones, los más instruidos para opinar, los más capaces para ponernos en los zapatos ajenos y hablar por los demás, como haciendo ademán de algún derecho divino que ni Dios sabe cuándo nos otorgó.
Todo este tema se me volvió demasiado nítido cuando en estos días me tocó ver a alguien que conozco manejando una camioneta gris que le dieron sus papás  para cambiarle el carro ya viejo del año pasado. La camioneta, que todavía guarda el brillo del concesionario, tenía en todo el vidrio trasero una pancarta que decía “NO al plebiscito”.
No puede más que sonreír ante lo descarada que es la ignorancia. ¿Cómo es posible que una persona, que jamás en su vida ha tenido que mirar a la guerra a los ojos, ande por ahí gritando su negativa contra el intento de ponerle un fin?
Porque claro, es que es muy fácil, (y léase el muy fácil en mayúscula), decirle no a la paz cuando usted está sentado en su carro, camino a casa, donde hay comida lista esperándolo, una nevera llena y un montón de seguridades. Es muy fácil decirle no a la paz cuando la guerra parece un término de películas con nombres en alemán, que nada tienen que ver con usted ni con la realidad que lo rodea.
Pero pongámonos del otro lado. Ya no está usted en su carro sino en una casita hecha con cuanto material se ha encontrado o le han regalado los conocidos, en San José del Pinar, intentando hacer lo último que le queda de arroz para sus dos hijos que vuelven de tener que trabajar en los semáforos porque las oportunidades para estudiar parecen propagandas de mentira. Véase frente a la olla del arroz, con el viento entrándosele por entre las paredes, intentando no pensar en la noche que le tocó salir de su casa con sus dos hijos y lo que alcanzó a coger mientras lo amenazaban dos tipos con pistolas. Véase así  y contéstese honestamente si le daría la misma negativa al plebiscito.
No estoy diciendo que la paz es el plebiscito, o que una vez firmados los acuerdos con las Farc, Colombia va a ser el país soñado. Pero sí estoy diciendo que el plebiscito es un paso para intentar salir de los últimos 50 años de tragedia y sangre que se han comido este país por los bordes. Porque si bien es cierto que el plebiscito no es garantía para la paz,  al menos es un intento real y tangible, una oportunidad para ponernos de verdad en los zapatos de la guerra y alzar nuestra voz en contra.
Eso sí, ahora no se vaya a ir a firmarlo a ciegas porque su abuelo le dijo o porque leyó dos columnas de opinión de algún periódico importante. Primero infórmese, lea el artículo que va a salir desglosando los acuerdos y subráyelo con un resaltador amarillo o del color que quiera. Vaya a charlas sobre el postconflicto o al menos busque los resúmenes en YouTube. Pare la serie en Netflix o la novela de las cinco e infórmese de la guerra. Siéntese a leer alguna crónica de periodistas de su país que se han jugado la vida para relatar el conflicto y, si es posible, léase un libro entero de esas crónicas.

Sálgase de la zona de confort y mire a la guerra de frente, aunque sea desde lejos, desde la seguridad de su casa, desde la portada del libro, desde la pantalla del celular. Dese cuenta de que es real, trate de dimensionarle la magnitud, para que así, cuando salga a decidir sobre el fin o no de esos más de 18.250 días de guerra, al menos sus argumentos tengan algo de validez  y no parezcan la pancarta ridícula de la camioneta gris de un ignorante. 

Sara Betancur Carvajal 

lunes, 1 de agosto de 2016

Se tejen más que hilos



               Maleable. Creo que la primera vez que oí el término debía tener unos doce años y la expresión de quien escucha otro idioma. Probablemente eran las 2 de la tarde y el inclemente sol golpeaba las ventanas mientras el profesor de química intentaba dar su clase. Maleable, entendí después, es la palabra con la que se define una cosa que puede adquirir distintas formas según se le requiera. No lo olvido, a pesar de que sí olvidé todo lo otro que la química intentó enseñarme.

Con el paso del tiempo y el capricho de escribir y preguntarse me fui dando cuenta de que las historias, todas, compartían esa cualidad. Entendí que siempre estaban ahí a la espera de que alguien las tomara  y les diera una forma, las codificara para el mundo, las supiera tangibles. Descubrí, entonces, que por el mismo hecho de ser maleables, las historias podían, siempre, esconderse en cualquier parte.

Me gusta imaginar que no se le develan a cualquiera, que saben escoger sus relatadores, que se cuidan de no andar por ahí cayendo en manos inapropiadas. Por eso me sorprende tanto encontrarlas, por eso me maravillo ante las múltiples formas que toman, ante esa facilidad suya para ir más allá del formato que las encasilla. Y es que siempre, como un iceberg,  las historias dicen más de lo que se alcanza a ver de ellas.

No pienso entonces que sea memorable encontrarlas en su forma más sencilla: cuando danzan al ritmo de letras y palabras. Creo sí, que es un verdadero tesoro, descubrirlas cuando se tornan sutiles y casi silenciosas.

De ahí que me maraville con el conjunto de prendas que algún autor, mal llamado diseñador, expone bajo luces incandescentes. Pues las colecciones, que nacen al público en forma de desfile, son otra manera de relatar el mundo. La moda es, al fin y al cabo, una recopilación de historias, que en vez de párrafos, toman forma de hilos entretejidos.



Sara Betancur