La banca
se mecía con la cálida brisa de agosto. Era martes y no había en el parque
nadie más que ellos.
Ella tenía
su vestido de flores favorito y en los pies, que no alcanzaban el piso, llevaba
unos zapatos blancos, como siempre. Él por su parte vestía una camisa naranja, como las hojas de los árboles que adornaban el
suelo, o como una de las flores del vestido de ella. Sus zapatos también eran
blancos.
Ambos miraban
al horizonte como perdidos en otra cosa, en otro mundo. De pronto ella, sin mirarlo,
le dijo: -Había algo que quería preguntarte…
-Yo
también. Repuso él enseguida, como si todo ese tiempo hubiera estado esperado
el momento oportuno para romper el sutil silencio que vestía la tarde.
Ella lo
miró con ojos de asombró que no alcanzaban a comprender la delicada manera con la
que él se había robado el mando de la conversación.
Él advirtió
su mirada de reojo y habló de inmediato, consciente de que si no lo hacía volvería
a perder el trono sobre el rumbo de las palabras. -¿Qué es el miedo? Le preguntó.
Pero ella
no se contuvo, no estaba dispuesta a perder aún.
-¡Qué
manía la tuya!, -señaló, frunciendo las cejas- siempre desorganizándome las
conversaciones. Es de mala educación, ¿sabías?
Él
reprimió la sonrisa y volteó a mirarla, con las cejas también fruncidas, imitándola.
-Pero que
manía la tuya, empezó a decir, de planear siempre las conversaciones. Es parte
de mala educación con la espontaneidad, ¿sabías?
Ella intentó
permanecer sería, pero sus labios, delatores, se inclinaron hacía arriba. Queriendo
ocultar la derrota, afirmó: -No, no sé qué es el miedo.
-¿Cómo
que no sabes? Preguntó el fingiendo asombro.
-Sí, no
sé. ¿Acaso tengo que saberlo todo? Repuso ella, defendiéndose, recordándose que
si se dejaba del desespero entonces él habría ganado.
-Yo creía
que sí Helena. Me has decepcionado. Refutó él y su voz simulaba decepción
mientras su mirada evidenciaba travesura.
Ella se
rindió y volteó los ojos, entonces él le besó en la frente.
Siempre era
así, le gustaba dejarla al borde de la rabia y luego devolverla de un beso. Era
su forma de decir te quiero.
-¿Acaso
sabes tú qué es el miedo? Curioseó ella, felizmente derrotada.
-Creo que
el miedo es sentirse incapaz ante algo. Sentirse diminuto, insignificante, inútil.
Respondió él y sus palabras se tropezaron con la frente de ella.
El viento
sopló de nuevo y arrastró al silencio de regreso.
-¿A qué
le tienes miedo? Preguntó finalmente él, que ya la miraba a los ojos.
-A la
muerte. Reconoció ella, como quien recita un poema aprendido de memoria. -¿Y tú?
Él la
miro un instante en el que pareció que intentaba memorizarla, como si quisiera
luego dibujarla en alguna parte. -Al amor. Le dijo con suavidad.
En los labios
de ella se dibujó una sonrisa y su voz sonó incrédula cuando le preguntó: -¿Al
amor? ¿Cómo puedes tenerle miedo al amor?
– ¿Cómo puedes
no tenerle miedo? Respondió él, todavía mirándola.
Sara Betancur Carvajal
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