Este texto no es para los escritores, que
tienen el punto y la coma y mueven las letras con la facilidad del niño para
soñar imposibles. No es para ellos que por ratos -mientras escriben- son dueños
de otros destinos. Este texto es para usted y para mí que leemos esos
personajes que bailan al son de ritmos que no nos pertenecen.
Los libros capturan con
letras a los personajes, los condenan a vivir y revivir la misma historia.
Caminar los mismos senderos, enamorarse de la misma mujer, mirar por primera
vez -un millar de veces- los mismos ojos cafés que parecen almendras. Entonces,
cada vez que un nuevo lector se atreve a abrir la portada de un libro, los
personajes, como buenos actores de teatro, se alistan el traje, se peinan el
pelo y fingen desconocer las palabras exactas que hay entre la primera
mayúscula y el obligatorio punto final.
La magia de leer recae
precisamente en dejarse enredar por esa actuación de desconocimiento que forja
la ilusión de que no todo está escrito, que nos hace parecer creadores de
historias que nos son ajenas pero que leemos tan propias.
Aunque la labor del
lector no es crear el personaje, sí es guiarlo a través de las páginas. Entre
sus manos no tiene un trabajo fácil. El lector asume, desde la primera palabra,
el deber de acompañar a los personajes mientras las hojas se van acabando. Entiende
que ellos no pueden moverse solos, que necesitan de unos ojos que los lleven,
como manos, a recorrer destinos que ya conocen. El lector entonces -el buen
lector- está obligado a leerlos despacio, a seguirlos de cerca y escuchar el
imaginario compás con la que laten sus corazones.
Debe hacerlo así y lo
sabe. Debe hacerlo así porque solo de esa manera habrá valido la pena volver a
recorrer los mismos escenarios como si se tratara de lugares extraños y
desconocidos. Solo así la historia habrá logrado trascender de la última página,
ya en blanco, en forma de memoria a pasear por lejanos horizontes.
Es en ese proceso de
leer -de acompañar- que el lector se vuelve consciente de su capacidad de
suspender personajes. Creo que ocurre después de que entiende que el ritmo de
la historia se adapta a su ritmo propio (a las pausas que hace, a los puntos y aparte
que pasa por alto), aunque bien puede ocurrir después.
No se trata de un
descubrimiento estruendoso, es silencio y sutil, delicado y capaz de dibujar
una sonrisa cómplice. Diría yo que sucede la primera vez que cerramos el libro
y arrinconamos nuevamente las páginas, una junto a otra. Ahí detenemos la
historia, oprimimos, sin oprimir, un botón de pausa, que no existe. Suspendemos
los personajes que se quedan quietos como pedacitos de polvo flotando en el
aire, forzados a esperar que el capricho de leer nos vuelva a palpitar en el
alma.
A veces, les toca
quedarse, pacientes, frente a la puerta de alguien al que temen ver; en el mar
a merced de un pez que aún no han visto o en la eterna noche a la espera de una
llamada. Otras veces, en cambio, tienen suerte y pueden reposar en el beso que
esperaron durante 30 páginas.
Suspender personajes
solo por suspender, porque el cansancio nos salió en bostezo o porque los
parpados caen ante el peso de la noche, no es una gran hazaña. Les pasa, sí o
sí, a todos los lectores. En cambio, el arte de suspender, solo es propio del
buen lector.
Esos, que se saborean
los libros, como dejándose seducir por el aroma que se esconde entre las
páginas, no paran al azar a menos que se les escape de las manos. Esperan
siempre un lugar seguro donde dejar al personaje; un punto entre las letras del
que no pueda escapar, en el que se quede quieto y no tenga oportunidad de
hacerse daño mientras no lo ven. Pero sobre todo, los que saben de suspender
personajes, paran el libro para prolongar los buenos momentos.
Es como una estrategia,
como una revolución en contra del tiempo. Con ello se niegan a que las páginas,
que saben que faltan, devoren el momento esperado demasiado pronto. Detienen la
historia para que no se quiebre, para que repose y sienta por un instante que
no hay más acontecimientos esperándola. Es su manera de decir quiero que acabe
aquí porque tengo miedo, miedo de que se dañe, de que me envuelva, miedo de que
se me entre en el corazón y nunca más vuelva a salir.
Suspendemos los
personajes reclamando una responsabilidad que realmente no queremos asumir. Lo
hacemos para exigir potestad sobre el punto final que no nos pertenece. Sin
vergüenza, lo hacemos para lavarnos las manos, para decirles a los personajes:
“si fuera por mí hasta aquí iría la cosa”, para pedirles perdón de que la
historia no acabe como ambos esperan, para dejarlos respirar mientras sonríen inocentes.
Lo hacemos sabiendo que
con ello no vamos a lograr que la historia termine. No es un misterio que así suspendamos
los personajes seis veces o solo dos, la historia va a continuar y acabara
siempre como acabo la primera vez. Pero lo seguimos haciendo porque es la última
herramienta que tiene el lector para luchar contra un final que inevitablemente
lo acecha unas páginas adelante. Finalmente, El arte de suspender personajes,
no es más que la oportunidad de sentir que la historia nos pertenece, aunque
sea un poco, aunque sea efímero.
Sara Betancur
Carvajal
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