18.250 días. Imagínese sentir miedo por 18.250 días. Imagínese
despertar cada una de esas mañanas preguntándose cuándo van a mejorar las cosas
y teniéndose que responder, cada vez, con un “no sé, pareciera que nunca”. ¿Se
lo imaginó? Pues bien, ahora sepa que eso que siente, ese desasosiego que le da
vueltas en la cabeza, no alcanza siquiera la mitad de la magnitud del que
sienten las personas que han tenido que sufrir en carne propia los más de 50
años que lleva la guerra en este país.
Creo que tuvo que pasar un asunto muy extraño con nosotros,
algo así como que una noche, mientras dormíamos, cayó una sustancia del cielo o
subió en el vapor de la lluvia y nos dejó a todos miopes sin que nos diéramos cuenta.
Nos volvió una sociedad incapaz de ver la realidad que tiene tan cerca, y
extrañamente capacitada para apropiarse de los problemas ajenos, de las modas
ajenas, de las culturas ajenas. Como un montón de seres que andan por ahí
doliendo las guerras del mundo mientras ignoran las muertes que se dan cita a
diario en los patios de sus casas.
Pero lo complicado es que somos unos miopes extraños. Nos
pasamos la mayor parte del tiempo ignorando las realidades que golpean a
nuestras puertas, pero cuando de repente esas realidades se vuelven ejes
mediáticos, nos convertimos mágicamente en los más iluminados entre los
iluminados. Los más preparados para comprender las situaciones, los más
instruidos para opinar, los más capaces para ponernos en los zapatos ajenos y
hablar por los demás, como haciendo ademán de algún derecho divino que ni Dios
sabe cuándo nos otorgó.
Todo este tema se me volvió demasiado nítido cuando en
estos días me tocó ver a alguien que conozco manejando una camioneta gris que
le dieron sus papás para cambiarle el
carro ya viejo del año pasado. La camioneta, que todavía guarda el brillo del
concesionario, tenía en todo el vidrio trasero una pancarta que decía “NO al
plebiscito”.
No puede más que sonreír ante lo descarada que es la
ignorancia. ¿Cómo es posible que una persona, que jamás en su vida ha tenido
que mirar a la guerra a los ojos, ande por ahí gritando su negativa contra el
intento de ponerle un fin?
Porque claro, es que es muy fácil, (y léase el muy fácil
en mayúscula), decirle no a la paz cuando usted está sentado en su carro, camino
a casa, donde hay comida lista esperándolo, una nevera llena y un montón de
seguridades. Es muy fácil decirle no a la paz cuando la guerra parece un término
de películas con nombres en alemán, que nada tienen que ver con usted ni con la
realidad que lo rodea.
Pero pongámonos del otro lado. Ya no está usted en su
carro sino en una casita hecha con cuanto material se ha encontrado o le han
regalado los conocidos, en San José del Pinar, intentando hacer lo último que
le queda de arroz para sus dos hijos que vuelven de tener que trabajar en los
semáforos porque las oportunidades para estudiar parecen propagandas de
mentira. Véase frente a la olla del arroz, con el viento entrándosele por entre
las paredes, intentando no pensar en la noche que le tocó salir de su casa con
sus dos hijos y lo que alcanzó a coger mientras lo amenazaban dos tipos con
pistolas. Véase así y contéstese
honestamente si le daría la misma negativa al plebiscito.
No estoy diciendo que la paz es el plebiscito, o que una
vez firmados los acuerdos con las Farc, Colombia va a ser el país soñado. Pero
sí estoy diciendo que el plebiscito es un paso para intentar salir de los
últimos 50 años de tragedia y sangre que se han comido este país por los bordes.
Porque si bien es cierto que el plebiscito no es garantía para la paz, al menos es un intento real y tangible, una
oportunidad para ponernos de verdad en los zapatos de la guerra y alzar nuestra
voz en contra.
Eso sí, ahora no se vaya a ir a firmarlo a ciegas porque
su abuelo le dijo o porque leyó dos columnas de opinión de algún periódico
importante. Primero infórmese, lea el artículo que va a salir desglosando los
acuerdos y subráyelo con un resaltador amarillo o del color que quiera. Vaya a charlas
sobre el postconflicto o al menos busque los resúmenes en YouTube. Pare la serie
en Netflix o la novela de las cinco e infórmese de la guerra. Siéntese a leer
alguna crónica de periodistas de su país que se han jugado la vida para relatar
el conflicto y, si es posible, léase un libro entero de esas crónicas.
Sálgase de la zona de confort y mire a la guerra de
frente, aunque sea desde lejos, desde la seguridad de su casa, desde la portada
del libro, desde la pantalla del celular. Dese cuenta de que es real, trate de dimensionarle
la magnitud, para que así, cuando salga a decidir sobre el fin o no de esos más
de 18.250 días de guerra, al menos sus argumentos tengan algo de validez y no parezcan la pancarta ridícula de la
camioneta gris de un ignorante.
Sara Betancur Carvajal