Maleable. Creo que la
primera vez que oí el término debía tener unos doce años y la expresión de
quien escucha otro idioma. Probablemente eran las 2 de la tarde y el inclemente
sol golpeaba las ventanas mientras el profesor de química intentaba dar su
clase. Maleable, entendí después, es la palabra con la que se define una cosa
que puede adquirir distintas formas según se le requiera. No lo olvido, a pesar
de que sí olvidé todo lo otro que la química intentó enseñarme.
Con el paso del tiempo
y el capricho de escribir y preguntarse me fui dando cuenta de que las
historias, todas, compartían esa cualidad. Entendí que siempre estaban ahí a la
espera de que alguien las tomara y les
diera una forma, las codificara para el mundo, las supiera tangibles. Descubrí,
entonces, que por el mismo hecho de ser maleables, las historias podían,
siempre, esconderse en cualquier parte.
Me gusta imaginar que
no se le develan a cualquiera, que saben escoger sus relatadores, que se cuidan
de no andar por ahí cayendo en manos inapropiadas. Por eso me sorprende tanto
encontrarlas, por eso me maravillo ante las múltiples formas que toman, ante
esa facilidad suya para ir más allá del formato que las encasilla. Y es que
siempre, como un iceberg, las historias dicen
más de lo que se alcanza a ver de ellas.
No pienso entonces que sea memorable encontrarlas en su forma más sencilla: cuando danzan al ritmo de letras y palabras. Creo sí, que es un verdadero tesoro, descubrirlas cuando se tornan sutiles y casi silenciosas.
De ahí que me maraville
con el conjunto de prendas que algún autor, mal llamado diseñador, expone bajo
luces incandescentes. Pues las colecciones, que nacen al público en forma
de desfile, son otra manera de relatar el mundo. La moda es, al fin y al cabo,
una recopilación de historias, que en vez de párrafos, toman forma de hilos
entretejidos.
Sara
Betancur
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