(-"Ahí la tienen, esa es la imagen. Me gustaría que intentaran un texto para describirla, sin adjetivos. ¡Pilas!, sin trampa".)
Era esa, él lo sabía. La expresión de que no la
reconocía no era más que una fabricación llena de errores que intentaba mitigar
el daño, un mecanismo de defensa que le servía para lo mismo que sirve una
bufanda en el desierto.
"¡Amelia!" Gritaron a todo pulmón las 5
personas que intentaban encontrarla, pero no hubo más respuesta que el grito
del otro, que estaba un poco más a la izquierda o a la derecha, y que decía la
misma cosa. Llevaban así una hora y parecían no darse cuenta de lo mucho que se
asemejaban al que busca el amor en un bar, ignorando a cada minuto la certeza
que le susurra que no es ahí donde va a encontrarlo.
Todos gritaban menos él, que permanecía parado
frente a la bicicleta al lado de la carretera. No había querido moverse. Se aferraba,
como un niño a la mano de su madre en el primer día de escuela, a la esperanza
de que la bicicleta lo llevara con ella. No dejaba de mirarla y de pensar en cómo
las cosas se empiezan a construir solo desde el momento en que alguien las hace
suyas, cuando las escoge para imprimirles esencia, para convertirlas en
testigos que ven todo pero no dicen nada.
“Las cosas no se parecen al dueño, pensó, las cosas
son el dueño. Se vuelven la extensión de sus ideales, de lo que cree que
necesita, de lo que ama, de lo que teme”, y entonces lo entendió, sin el dueño
dejan de ser, vuelven a su estado de objetos sin memoria, sin identidad. Era eso
lo que pasaba ahora con la bicicleta, no podía ser el último soplo de Amelia, ya
no podía ayudarlo a encontrarla porque ya no hablaba de ella, no hablaba de
nada. Había vuelto a ser la bicicleta de nadie.
"Por qué se la regalé" se culpó en
silencio y empezó a torturarse con todos los posibles escenarios que hubieran
tenido lugar si en vez de regalarle la bicicleta le hubiera regalado cualquier
otra cosa, la que fuera. Seguramente, si así hubiera sido, todavía podría
tenerla ahí. ¡Cuánto le gustaría tenerla ahí!, cuanto le gustaría decirle algo
que la hiciera sacar de su escondite esa risa que lo curaba todo.
"¡Amelia!" Volvieron a gritar a su alrededor,
pero Amelia no respondió. Amelia ya no estaba, ya no existía más que en esas
lagrimas que se perseguían unas a otras por las mejillas de él. En esas
lágrimas que ahora le pertenecían incluso más que la misma bicicleta.
Sara Betancur Carvajal
Todos los derechos reservados
No hay comentarios:
Publicar un comentario