A Camila,
Gracias
por prestarme este pedacito de memoria,
espero
que cada letra honre tu recuerdo.
No quería ir. "Los aeropuertos me marean"
le había dicho. "¿Qué?, ¿Cómo que te marean?” Había preguntado él,
con las cejas arqueadas a todo lo que le daban. "Sí, me marean. Me marea
ese olor tan dulzón que siempre tienen", respondió ella. “¿Olor? ¿Cuál
olor? Los aeropuertos no huelen a nada”, reprochó él. “Sí” afirmó ella, “huelen
a adiós”.
Ese día por la mañana los dos se levantaron, aunque
no sé hasta qué punto puede uno levantarse cuando no ha dormido nada. Ninguno quiso
desayunar. Ella prendió la plancha y empezó a peinarse el pelo; él bajo a la
sala a leer el periódico. Ambos se enfrascaron en la rutina intentando huir de
la realidad que pronto se volvería tan turbulenta. Pensaban, inocentes, que si
actuaban como si nada pasara, entonces quizá nada pasaría.
Cuando tocó el timbre, él abrió la puerta. Se
saludaron con un beso que sabía a costumbre y ninguno actuó como si sintiera un
inmenso vacío en la boca del estómago. Subieron las escalas en silencio y
entraron al cuarto de él, que con todas esas cajas, parecía más una bodega que
una habitación. La facilidad con que las cosas cambian. Ella se sentó en la
cama mientras él sacaba de a pocos la ropa que aún colgaba del armario.
"No sé" le dijo cuando él le mostró un
blazer que hacía poco habían comprado juntos. "Bueno, pero ¿qué opinas?
¿Lo guardo o lo dejo?" "No sé" volvió a decir ella con la mirada
perdida. "Gracias" apuntó él, exasperado, y lo guardó.
No era grosería, no era falta de ganas de ayudar,
era desconocimiento real, indecisión pura. ¿Cómo va uno a saber qué ropa
necesita para vivir en un país en guerra? ¿Se ponen blazer los pilotos de los
aviones justo después de haber sobrevivido a una misión? ¿Hay siquiera ocasión
para pensar en qué ponerse cuando tiene uno que salir corriendo porque la radio
anuncia que cerca de la casa hay posibilidades de un ataque enemigo? Son
preguntas para las que la mente no ha sido educada, son preguntas que no tienen
más respuesta que un no sé.
Siguieron empacando en silencio, él pensando en
todas las cosas que le generaban miedo de volver, y ella pensando en todo lo
que iba extrañar de él.
Justo antes de cerrar la maleta le hizo señas para
que lo esperara y bajó al cuarto de lavado a recoger una camisa que por poco olvida.
Subió con ella en la mano y la guardó en un rinconcito que aún había en la
maleta.
A ella se le iluminó la cara, era la camisa que le
había regalado. Se acordó de pronto del día en que iban caminando y él la tenía
puesta. Estaban hablando del futuro, como hacían siempre, como si fuera
plastilina fácil de moldear. "Cuando nos casemos…" había empezado a
decir él y ella había sonreído con los ojos.
Tantos planes, tan poca realidad.
El problema de la juventud es que nada parece
merecer el carácter de definitivo, vive uno en una transición pasajera de
sucesos, nada parece capaz de durar para siempre: ni una decisión, ni un
problema, ni un adiós. A excepción del amor, a veces, todas las cosas parece
que sencillamente pasan.
Hablaron de nada mientras almorzaban juntos en el
McDonald’s que había en la esquina. "No nos vamos muy lejos" había
dicho él, "el taxi debe llegar pronto". A ella se le ocurrió
entonces esa esquina, que así de insípida como era, guardaba infinidad de
recuerdos que jamás contaría.
El pidió lo de siempre, ella también. Los dos
comieron sin ganas. No sabían qué decir, nadie ha inventado todavía un manual
de buenas despedidas, así que todos estamos sujetos a la emoción del momento
que siempre nos paraliza de una u otra manera. Hubo un instante en el que ella
se quedó mirándolo mientras que él hundía una papa en el tarrito de la
mayonesa. Y fue ahí, en ese momento tan común, tan inmensamente corriente, que
sintió ganas de guardarlo en una cajita, de no dejarlo ir nunca. Pero no hizo
nada, se limitó a coger otra papa y llenarla también de salsa.
Cuando se acabó la excusa de la comida y solo
quedaron ellos dos en la mesa, sin nada más en que concentrar su atención, el
corazón de ambos volvió a latir con fuerza. Parecía querer salírseles del
pecho, como en un intento desesperado de alcanzar al del otro, de rosarlo un
poco, de rogarle que se quedara ahí, cerca. Él le cogió las dos manos con las
suyas y le acarició los anillos suavemente; la mantarraya en la mano derecha, y
la mariposa en la izquierda. Ella intentó sonreír, pero la tristeza la alcanzó
primero.
"Ya
puedes abrirlos" había dicho él poniéndole algo en las manos. Eran dos
anillos. "¿Una mariposa y una mantarraya?" Preguntó extrañada al
verlos. Él levantó los hombros como si no entendiera su confusión. "Es una
contradicción, ¿no te parece? ¿Cómo puedo tener una mariposa y al mismo tiempo
una mantarraya?" No lograba imaginarse dos cosas tan opuestas en dos manos
tan juntas. "¿Por qué no? Tú también eres una contradicción constante y yo
veo que hasta ahora has sobrevivido bastante bien contigo misma" le había
respondido él riéndose. Ella se había hecho la enojada, solo para que él la
abrazara fuerte como siempre hacía.
Cuanto quisiera hacerse la enojada ahora, pero le
parecía que en ese momento su enojo no iba a generar la misma reacción.
Se pararon de la mesa y volvieron caminando de la
mano hasta la casa, se sentaron en la sala, uno al lado del otro, con la maleta
en frente cómo una alarma dispuesta a recordarles que pronto tenían que
despertar. Ahora le parecía que la maleta era horrible, que el color era feo,
que la forma no tenía sentido, que era demasiado grande, demasiado inútil. No
podía recordar un solo motivo por el cual la había elegido.
"¿No
te ibas a quedar cuatro años? ¿No me dijiste que ibas a estudiar la universidad
aquí? ¿Qué pasó con eso?" Le reprochó mientras recorrían el almacén
buscándola. Él se sorprendió, no lo había visto venir aunque lo estaba
esperando. "Ya te dije, las cosas no dependen solo de mí. Sí, ese era mi
plan, pero poco importa el plan de una estúpida persona cuando todo un país
entra en plan de guerra. Ya no eres una persona, te vuelves un país. Y si tu
país te necesita vas, entonces voy”. Le había respondido él, enfático. Ella
sintió ganas de llorar, de alegarle que si una persona era estúpida una guerra
lo era más, de reprocharle todo, de darle mil razones por las que esa era una
mala decisión. Como si él no lo supiera, como si toda esa rabia que
emanaban de sus palabras no fuera más que un mecanismo de defensa. Como si él
no tuviera miedo, como si quisiera irse.
Después de ese día ninguno de los dos había
discutido más sobre el tema, lo habían hecho a un lado como a un bolso viejo
que no hay donde ponerlo, pero que no se puede botar.
El sonido del timbre interrumpió el silencio. Era
el taxista, estaba esperando afuera. La realidad cobró de pronto una forma
demasiado nítida. Abandonó su lejanía para posicionarse en una cercanía asfixiante.
Bajaron las escalas juntos, ella con el abrigo de
él y él con la maleta. Abrieron el protón y se pararon frente a la puerta del
taxi.
-Me voy. Dijo él
-Ya sé. Respondió ella, incapaz de hacer pasar por
el nudo de su garganta más que esas dos palabras que no decían nada y querían
decirlo todo.
La abrazó y la besó en la frente, como siempre
hacía.
El taxi comenzó a alejarse despacio. Él volteó la
cabeza para poder mirarla por el vidrío de atrás, parecía estar memorizándola. Ella
lo miró también con unos ojos que intentaban retener las lágrimas, como intenta
un diminuto muro de concreto retener la fuerza de una represa.
El sol caía en el horizonte, pero ninguno de los
dos le ponía atención. Estaban demasiado ocupados mirando al otro como para
darse cuenta de que esa, era la última vez que lo verían caer al mismo tiempo.
Sara Betancur Carvajal
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