El viento se ha ido de vacaciones.
La noche negra, el calor infernal, las ventanas de las casas abiertas de par en
par en una súplica silenciosa. Ella parada junto a la suya, con los mismos ojos
curiosos que ha tenido siempre. En frente otra ventana, cerrada. Debe ser la
única, se dice, la única en el mundo.
En la repisa
hay un vaso que ha querido jugar a los disfraces y hace de florero; en él una
flor amarilla como la de un guayacán solo que más pequeña y menos real; al lado
una lámpara de vela, sin vela, sin luz; de vidrio verde y con unos arabescos
que le recuerdan a los vitrales de una iglesia. Los destellos de luz que se
desprenden del televisor encendido, como cada lunes por la noche, le dan forma
al espacio.
Si se queda
sentada, donde está, no puede ver nada más. Curiosa se levanta un poco,
despacio, con cuidado de no hacer ruido; como si pudieran escucharla, como si
el sonido pudiera quebrar el momento.
Ahora puede
verlo. La mujer parece concentrada, el hombre en cambio parece estarle diciendo
todas las palabras que se sabe. Ella no puede escucharlas, pero se las imagina.
Hay un momento en el que los dos se miran, como si existiera entre ellos un
puente capaz de escapar a la realidad. Ella parpadea, dos veces. El, ni una
sola. Luego se acercan, de a pocos, como quien camina sobre un sueño y se
besan justo antes de que la pantalla se funda en negro y aparezcan los créditos
bailando de abajo para arriba.
El hombre,
sentado en un sofá que en la oscuridad parece no tener color alguno, toma con
potestad el control y hace que las bailarinas letras desaparezcan. La luz que
entra por la ventana es ahora lo único que permite ver la escena, que a la sombra
parece más joven. El hombre del sofá se para, acomoda su pantalón y pone las
manos a ambos lados de su cabeza. Le parece, a ella, que quisiera taparse los
oídos para que no se le salgan a chorros los pensamientos. Cierra los ojos con
fuerza y cuando vuelve a abrirlos baja de nuevo los brazos y camina arrastrando
los pies, como si la vida le pesara, hasta que sale de la habitación.
La mujer en
la ventana vuelve a sentarse. Entrecierra los ojos en un esfuerzo sutil por
encontrar las ideas. Las caras de los personajes del televisor se le dibujan en
la memoria. Le parece que ya los ha visto, en otra parte, en otra vida. No sabe
por qué, pero tiene la sensación de que los conoce de algún lado. Parpadea
varias veces para ahuyentar la duda, pero la pregunta no se va, permanece ahí como la última esencia de
un sabor que se niega a abandonar la boca.
Sara Betancur Carvajal
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