El
lugar era el mismo. La forma del techo del balcón arrinconaba la luz y le ponía
límites en línea recta sobre el suelo. Las mesas en los mismos sitios, como lunares
condenados a nunca moverse.
Me
senté en la esquina, como aquella vez. Me parece ahora que hay algo de anhelo
en las costumbres. La matita del lado se había vestido de un verde primaveral.
No como cuando vinimos. Esa vez estaba dormida. Ahora tenía todas las hojas
despiertas y juntas, como pájaros que intentan darse calor.
Eran
cuatro, las conté. En la primera, la que queda cerca del pasillo, estaban dos
mujeres distraídas en sus celulares. Al lado de la mía no había nadie, pero en
la que quedaba diagonal, una pareja se miraba a los ojos y sonreía. No los miré
demasiado tiempo. Hubiera terminado encontrándoles similitudes y me hubiese
perdido como si estuviera viendo la película de lo que pudo ser. Además, ya
sabes que mirar por demasiado tiempo, siempre termina pareciendo un acto de
mala educación.
El
mesero me saludó, creo que me reconoció. Estar sentada en el mismo lugar, fue
una pista demasiado contundente. Me preguntó si esperaba a alguien y me quedé
callada, no supe responderle. ¿Esperaba a alguien? Me pregunté mientras él me
miraba en silencio. No, le dije. La persona a la que esperaba no iba a
necesitar de otro mantel, ni de un par adicional de cubiertos. Pregunta mal,
quise indicarle cuando lo vi alejarse en busca del té que le había pedido, debe
preguntar si viene alguien más, no si espero a alguien. Ambas preguntas no caben
en la misma respuesta.
Tomé
el té con pitillo y sin darme cuenta.
Cuando lo terminé, no quedaba ya nadie en ninguna de las cuatro mesas y los
bordes de la luz en el suelo habían perdido la rigidez. Por un segundo me perdí
mirando al frente, a la silla vacía, y me pareció ver el humo de tu cigarrillo
flotando, como atrapado. Me recordó a alguien que no se mueve porque tiene
miedo de que todo cambie.
Pero
no había ni humo ni cigarrillo. No era más que la ilusión de un recuerdo que
intentó materializarse. Me vino a la memoria un poema que leí hace ya mucho
tiempo, cuando tenía la mente más joven. Hablaba sobre los lugares en los que
dos personas coinciden sin saberlo. Los tactos que se sobreponen inocentes,
como parte del juego del destino, del que conocemos tan poco. Sentí que esa
silla guardaba aún algo de tu esencia, que el eco de las risas pasadas había
logrado aferrársele a la piel.
Cerré
y abrí los ojos dos veces, con fuerza. Como sabes que hago siempre que un
pensamiento amenaza con salírseme de la cabeza. Es inevitable pensé, es
inevitable esperar. Retirarse, dejar de buscar, aceptar, negar, correr,
quedarse. Todas son decisiones que dependen de nosotros. Pero esperar, no.
Esperar no nos pertenece. Esperar es una decisión del alma y como todo lo que
tiene que ver con el alma, escapa a toda orden.
Finalmente
no somos tan diferentes de los árboles, me dije. Podemos movernos, sí. Pero,
como ellos, parecemos estar siempre esperando algo ajeno a nosotros mismos. Un
viento quizá, que venga de otro norte. O un soplo de cinco de la tarde que suene
a esperanza cuando se mezcle entre las hojas.
Sara Betancur Carvajal
Todos los derechos reservados
No hay comentarios:
Publicar un comentario