Ángela está sentada en la silla, como siempre. Al
frente tiene el caballete y la hoja pegada con cinta de enmascarar. Al lado
izquierdo una tapa de Bon Yurt que juega a ser recipiente de agua, las
acuarelas; amarrilla, naranja y café. Al derecho un trapo con restos de otras
obras.
-¿Lo corro más? Pregunta doña Adela.
-Otro poquito. Responde Ángela moviendo la cabeza
hacia la hoja para comprobar la distancia.
Doña Adela acerca el caballete y le ofrece 4
pinceles en la mano.
-¿Con cuál va a pintar hoy?
Ángela los mira, evalúa sus tamaños. Ha decidido
hacer un caballo que la profesora Dora le mostró en la tablet. Lo primero que tiene que hacer es dividir el espacio y para
eso utiliza figuras geométricas. En este caso, como solo es la cabeza del
animal, tiene que hacer un círculo y dos triángulos.
Lo mejor es el pequeño, decide, y acerca la boca al
pincel de la mitad.
Le gustaría cogerlo con la mano, la izquierda o la
derecha, cualquiera. Pero tiene ambas sobre las piernas, como una niña a la que
le han enseñado buenos modales. Al igual que los pies, están amarradas con un
retazo de tela verde. El torso no escapa. También está sujeto a la silla de
cuatro llantas con unas correas que parecen los cinturones de seguridad de una
montaña rusa.
Acomoda el pincel moviendo los dientes. No es un
pincel común. Es una especie de figura fantástica. Como un centauro: mitad
caballo, mitad hombre, o como una de las formas que le gusta pintar a Ángela:
mitad árbol, mitad humano. Por un lado está la brocha, pero por el otro, la
parte de arriba de un sharpie que
perdió su tinta.
Baja la cabeza hacía al agua, unta el pincel y lo
pasa por la acuarela. Controla los movimientos involuntarios de su cuello
rebelde. Voltea a la derecha y lo limpia un poco en el trapo, no quiere que
chorree sobre el lienzo. Lo levanta y lo pone frente a la hoja. A punto de
tocarla para. Las manos y los pies no dejan de moverse, parecen espectadores
impacientes. Ángela respira profundo, intenta calmar los temblores de su cuerpo,
no está dispuesta a permitirles que le dañen el trazo.
Los movimientos merman un poco y el pincel toca por
fin la hoja; la recorre despacio. Una línea amarilla va apareciendo a su paso,
es corta y frágil. No pasa mucho antes de que el pincel se seque y Ángela tenga
que repetir el proceso de nuevo.
El cerebro tiene infinidad de funciones, pero todas
podrían dividirse en dos grandes grupos. Las habilidades motoras y las
habilidades cognitivas. Ángela tiene las habilidades cognitivas intactas. En su
mente es una mujer de 24 años común y corriente que se ríe de los chistes de
doble sentido y entiende las
complicaciones de una cirugía. Pero la parte motora no le responde. Parece
desconectada. Su cerebro lanza todo el tiempo impulsos sin propósito. Mueve los
pies y las manos de Ángela como y cuando le da la gana. Ella da la pelea,
intenta controlarlos, pero el cerebro es más fuerte y casi siempre gana.
“Es una Cuadriparesia Espástica Severa”, explica Ana
Cristina Galeano, directora de Artesas, la institución a la que Ángela asiste.
Un nombre complejo para referirse a un problema complejo. Cuadri significa cuatro y se refiere a las cuatro extremidades del
cuerpo: las manos y los pies. Paresia
quiere decir que es parcial. Diferente a plejia
que significa total. Parcial porque Ángela puede, a veces cuando el cerebro
está cansado de batallar, moverse voluntariamente. Espástica significa rígida,
lo que finalmente traduce que sus músculos no están relajados e impotentes,
sino rígidos, como en un esfuerzo constante. Bueno, y de severa, no hay mucho
que explicar.
Cuadriparesia Espática Severa es el término médico
para decir que la mente está atrapada en el cuerpo.
No es una enfermedad genética. Se trata de una
complicación prenatal. Es decir, que sucede al
momento del nacimiento, cuando por diferentes razones el bebé no alcanza
a recibir en el cerebro la cantidad de oxigeno que necesita. Con Ángela no fue
así. El parto, al igual que el embarazo, transcurrió sin complicaciones. El 17
de julio de 1990, faltando cinco minutos para las 12, Ángela María Rubio
Quintero respiró el primer aliento de vida como un bebé común y corriente. El
problema vino después.
“Las enfermeras la colocaron boca abajo”, cuenta doña
Adela con la resignación de un dolor que no ha encontrado respuestas en el paso
de los años. Ese error, pequeño, lejano, le provocó a Ángela un paro
respiratorio de media hora. “Cuando la revivieron me dijeron que había
convulsionado y que ya no sería la misma”.
A los cinco años, mientras un chico en algún lugar del
planeta jugaba a construir mundos imaginarios, Ángela convulsionó por segunda
vez. “Fue ahí cuando realmente supe la magnitud del problema”, explica doña
Adela.
Las vueltas no han parado desde entonces. Doña Adela
ha tenido que buscar ayudas que el Estado no tiene, o que dice tener, pero que
se quedan en escenarios de papel que no alcanzan magnitudes reales.
La única ayuda que pasó de ser idea a convertirse en
realidad fue el subsidio de discapacidad que ofrece la Alcaldía. Pero para eso
doña Adela tuvo que hacer una fila desde las 5 de la mañana hasta las 6 de la
tarde en La Alpujarra. Mientras Ángela la esperaba en una cama incapaz de
moverse, derramando lágrimas que gritaban hambre y sed.
La experiencia les dejó dos cosas: una, el subsidio de
la alcaldía, (120 mil pesos bimensuales) que aunque no alcanza para mucho, es
algo. Y dos la estrategia de los
pajaritos.
“Nos volvimos como pajaritos, explica Ángela, si ella
sale y se va a demorar yo le pido que me marque dos veces al teléfono. Si en
cambio está cerca solo me tiene que marcar una. Yo no puedo contestar pero al
menos sé qué me espera, y estoy más tranquila”.
Antes de toparse con el arte eso era todo lo que
Ángela recibía al mes. Pero un día, como un encuentro inevitable planeado por
el destino, Ángela descubrió lo que sería el motor de su vida.
“Tenía 10
años. Era diciembre y mi mamá estaba sacando todo lo que no servía y en esas
cosas había una cerámica empezada a pintar y se me ocurrió pedírsela. Ella la iba
a botar porque tenía una rajada. Yo se la pedí y le dije que si me compraba
vinilos y pinceles. Lo primero que pinté fueron manchones, pero vi que era
capaz y seguí pintando”.
La cerámica, una vaca pintada con machas irregulares
de color pastel, está hoy al lado de la cama donde Ángela duerme. Parece un
diploma alcanzado con esfuerzo. “Es una reliquia”, dice doña Adela. Y tiene la
razón. Esa vaca, que para quien no
conozca la historia carece de todo sentido, tanto estético como trascendental,
es el símbolo de la capacidad que se esconde en la palabra con la que el mundo
califica a Ángela: discapacidad. Esa vaca es la prueba de que ella es más que
el término médico que intenta encasillarla.
Han venido muchos trabajos después de ese, cada uno
mejor que el anterior. La casa de Ángela, un corredor largo y oscuro, es su
propia galería de arte. En la sala hay cuatro cuadros. Todos de ella. El de la
pared de la izquierda lo pintó a los 11 años. Son peces y mariposas nadando
juntos en un océano de azul vinilo. Es el que más le gusta. "Me ofrecieron
comprármelo, pero no. Tiene más valor que eso". El segundo de la pared de
la derecha es un bodegón de flores. El que está más cerca de la entrada es un
pájaro azul que sobrevuela un paisaje perteneciente a una realidad lejana e
intangible. Y el último es un árbol con cinco pájaros en las puntas de sus
ramas que esperan pacientes el fin del atardecer.
El talento de Ángela no encontró apoyo en Colombia,
pero sí en Suiza, donde por razones del destino conoció la Fundación de
Pintores con la Boca y con el Pie, de la que ahora es miembro activo. Recibe un
apoyo económico para sus estudios y envía obras dos veces al año. Participa en
exposiciones fuera de las fronteras de un país en el que la palabra arte parece
ajena. “Si alguien se enamora de un cuadro de ella, puede comprarlo. Cuenta
doña Adela. Pasó una sola vez, le compraron una pintura por cinco millones
ochocientos. La fundación le envía el 10 por ciento”.
Aquí, en cambio, la situación es otra. También expone,
a veces, en pequeños recintos que todavía creen en el arte. También hay gente
enamorada de sus pinturas, por su puesto, pero es un amor que muere cuando
Ángela propone los precios, (100 o 200 mil pesos). Finalmente seguimos siendo
ciudadanos de mentes pequeñas en las que no cabe el verdadero valor del
arte.
Pero a Ángela no la afecta. No le importa lo que la
gente piense de sus pinturas, ni el
sudor que baja por su cuello a cada pincelada. Ignora las sacudidas que da su
cuerpo sin avisarle. Hace caso omiso y sigue pintando, trazando un mundo que
está en su cabeza y que nadie más que ella puede ver en totalidad.
“Pintar es volar” dice, porque es eso lo que hace.
Ángela vuela con alas hechas de vinilo que le salen invisibles a los lados de
la silla de ruedas. Vuela por paisajes de colores que nacen en cada pincelada
de imaginación, que su boca y el pincel, como dos cómplices de viejos tiempos,
plasman sobre el lienzo.
Sara Betancur Carvajal