A Camila, que se llevó con ella
un pedacito de mi alma.
Cuando
llegué al restaurante ella ya estaba sentada en la mesa junto a la venta, como
habíamos acordado. Apenas la vi todo se volvió demasiado real y el vacío se
apoderó de mi pecho.
-¿Quién soy?
Le pregunté tapándole los ojos
-Ya no me
engañas con eso. Respondió ella mientras me sujetaba las manos con las suyas
siempre tan suaves y pequeñas.
Me senté
frente a ella, quería mirarla a los ojos para poder detallarla y aprenderla de
memoria, pensando, ingenuamente, que así podría recordarla con más
precisión.
Mientras
esperábamos la comida hablamos sin mucha gana intentando parecer tranquilos,
luego, cuando llegó, nos concentramos en ella, intentando desesperadamente huir
de todos los pensamientos de añoranza que nos volvían más lentos los latidos del
corazón.
-¿Tienes
miedo? Le pregunté sin poder evitarlo más.
-Algo. Susurró,
sonaba como asustada de tener que admitírselo. -Pero supongo que es lo normal.
Una sonrisa algo forzada se le dibujó en los labios. Así era ella, siempre
capaz de transmitir seguridad aún cuando no la sentía.
Yo asentí y la miré con todo el amor del que
fui capaz en ese momento.
Volvimos a
comer en un incómodo silencio cargado de todas las cosas que queríamos decir,
de todo lo que sabíamos que íbamos a extrañar del otro, de las palabras de amor
atrasadas.
Permanecimos
así por un rato, pero a medida que la comida se fue acabando y el tema fue
surgiendo volvimos a encontrar la comodidad con la que hablábamos
siempre.
Ella me
contó sobre algo que había leído en el periódico por la mañana, y yo le hablé
de la visita que debía hacerle a mis padres al otro día. Fue entonces cuando se
me ocurrió: no importa si sabes que algo se va a acabar en un mes, en un día o
en una hora, no eres totalmente consciente de lo que ese fin significa hasta que
no está sucediendo.
Seguramente
si alguien me hubiera preguntado hace dos o tres semanas qué habría hecho si
supiera que inevitablemente iba a perderla, con absoluta seguridad le habría
hablado de sueños, utopías y esperanzas que no terminaría llevando a
cabo.
La idea de
que ella se fuera hubiera provocado en mí ganas de hacer hasta lo imposible, y
seguramente incluso la seguridad de que hubiera podido lograrlo, al fin y al
cabo las ideas siempre pueden ser perfectas. La realidad en cambio está llena de
limitaciones, de lunes en los que hay que trabajar, de viernes lluviosos y de
oportunidades que conscientemente se dejan pasar.
-¿Pedimos la
cuenta? Preguntó, algo tímida, sacándome de mis reflexiones
existencialistas.
-¿Ya se nos
ha pasado el tiempo? Observé asombrado.
El tiempo es
un ser curioso, siempre rebelde; lento cuando se le exige rapidez y rápido
cuando uno le ruega a gritos que se quede.
-Se nos ha
pasado. Concedió ella.
El silencio
pesado volvió a nuestra mesa junto con el mesero y las dos mentas que venían
con la devuelta. Nos quedamos mirándonos por un rato sin decir palabra alguna.
No quería dejar de ver sus ojos, nunca. Sentí unas inmensas ganas de gritarle
que no se fuera, de rogarle si era preciso. Pero en la poca cordura que me
quedaba sabía que eso era lo peor, ya ella estaba lo suficientemente nerviosa,
no necesitaba que yo se lo empeorara.
-Te quiero,
¿sabes? Dije en cambio.
-No sabía,
pero ya sí. Respondió ella, como siempre. No pudimos evitar sonreír ante lo familiar
que se habían vuelto para nosotros esas dos frases.
Ella se
levantó primero, de los dos siempre fue la más valiente. Yo la seguí hasta la
salida sin decir palabra alguna.
Cuando
estuvimos ya afuera se dio la vuelta, las lágrimas contenidas inundaban sus
ojos.
En ese
momento quise pedirle perdón por todas las veces que llegué tarde a nuestras
citas, por las veces que no la entendí, que la obligué a ir a planes que, muy
bien sabia, no disfrutaba. Por los días que no la abracé y por los que la
abracé mucho. Quise decirlo todo, pero no lo hice. Solo la abracé, la abracé
muy fuerte, como queriendo reponer todos esos abrazos que no iba a poder darle,
como queriendo transmitirle el inmenso amor y agradecimiento que sentía por
ella y por el tiempo que habíamos compartido juntos.
-Yo también
te quiero. Me dijo al oído y me apretó con más fuerza antes de soltarme.
La ayudé a
subirse al carro y le di un beso rápido, no quería sentir todo lo que ella
significaba para mí, no quería extrañarla tan pronto, aunque sabía muy bien que
la estaba extrañando desde que la vi sentada en esa mesa.
-Adiós. Le
dije, y sentí como mi voz atravesaba el pesado nudo que se me había hecho en la
garganta.
-Adiós.
Respondió, y supe que tampoco ella entendía la fuerza que cargaba esa
palabra.
-Sara Betancur
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