lunes, 13 de junio de 2016

Sonrisas de Dios




A Mateo, que me ha enseñado a ver
la vida como si todo fuera mágico.


                                           Esa tarde estaba volado y volar hacía que todo pareciera tener un sentido mayor. Era quizá el hecho de que le recordaba que los sueños eran posibles, o tal vez el agradecimiento inmenso que nacía dentro de él al poder hacerse uno con el viento.
Lo invadía una plenitud inexplicable cuando estaba cerca a las nubes. Era como si perteneciera, como si encontrara que ahí era su lugar en el mundo.
Iba manejando el avión en silencio, sin pensar en otras cosas, en un estado de consciencia del aquí y el ahora que solo experimentaba cuando se sentía con alas.
La tarde había empezado a caer sin que él se percatara. El sol aumentaba el paso en su caida hacia el horizonte, como quien va al encuentro de un ser extrañado. Los colores que pintaban las nubes cautivaron su atención de la manera más extraña, se quedó mirándolos como si lo hubieran hipnotizado, como si de pronto lo hubieran llamado por su nombre.
El compañero, que iba a su lado, le tocó el hombro con sutileza.
-¿Qué pasa?, preguntó.
-¿Ves eso?, respondió él, señalando el firmamento.
El otro hombre pasó la mirada al frente, donde el naranja lo cubría todo. 
-¿El atardecer?, le preguntó seguro de que no era eso, de que se le escapaba algo.
-Sí, -le respondió el capitán- es Dios, que nos sonríe.




Sara Betancur Carvajal

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