A Mateo, que me ha enseñado a ver
la vida como si todo fuera mágico.
Esa tarde estaba volado y volar hacía que todo
pareciera tener un sentido mayor. Era quizá el hecho de que le recordaba que
los sueños eran posibles, o tal vez el agradecimiento inmenso que nacía dentro de él al poder hacerse
uno con el viento.
Lo invadía una plenitud inexplicable cuando estaba
cerca a las nubes. Era como si perteneciera, como si encontrara que ahí era su lugar en el
mundo.
Iba manejando el avión en silencio, sin pensar en otras
cosas, en un estado de consciencia del aquí y el ahora que solo experimentaba cuando se sentía con alas.
La tarde había empezado a caer sin que él se
percatara. El sol aumentaba el paso en su caida hacia el horizonte, como quien va al
encuentro de un ser extrañado. Los colores que pintaban las nubes cautivaron su
atención de la manera más extraña, se quedó mirándolos como si lo hubieran
hipnotizado, como si de pronto lo hubieran llamado por su nombre.
El compañero, que iba a su lado, le tocó el hombro
con sutileza.
-¿Qué pasa?, preguntó.
-¿Ves eso?, respondió él, señalando el firmamento.
El otro hombre pasó la mirada al frente, donde el
naranja lo cubría todo.
-¿El atardecer?, le preguntó seguro de que no era
eso, de que se le escapaba algo.
-Sí, -le respondió el capitán- es Dios, que nos
sonríe.
Sara Betancur Carvajal
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