Sí, la respuesta era sí. No la sabía cuando se lo
pregunté; quizá la sospechaba, de pronto había algo en su forma de sentarse, en
la calma que de él parecía emanar, ahí, en esa silla rodeado de desconocidos, que me
hizo suponerlo.
Cuando me recogieron en el aeropuerto, un tipo gordito, a
ratos asiático, me contó que el cielo se tornaba rosado cuando iba a nevar.
Recuerdo que me sorprendió un montón y que fue lo primero que le dije a la mamá
cuando la llamé por Skype, luego de haberle llorado un rato porque se había
sentado en mí el peso de la distancia.
Ese día el cielo estaba gris, muy gris. Ahora que lo veo
en las fotos no creo que hubiera habido espacio alguno para otra tonalidad. Sin
embargo, esa vez, lo sentí rosado. Sé que no dejaba de mirarlo, preguntándome si
iría a nevar, mientras recorríamos las calles que, luego íbamos a sabernos de
memoria, pero que para ese entonces nos eran desconocidas.
Hay certezas que nacen con nosotros, cosas que no
dudamos, que nos permitimos sentir ciertas, propias. Una de las mías es que las
miradas son imanes. He creído siempre que se llaman entre sí, que se buscan, que
tienen algún tipo de conexión extraña que las hace encontrarse. Lo reafirmé con
él ese día. Ahí estaba yo, con un montón de lapiceros nuevos, que me obligué a
empacar consiente de mi increíble capacidad para perderlos en cuestión de
segundos, mirando el celular, que solo mostraba la hora y el avioncito en la
esquina superior derecha que me acompañó desde que salí de casa. Había un ruido
ensordecedor que se colaba hasta por los rincones, la sala estaba repleta de
personas que pensaban en diferentes idiomas y que no podían ocultar lo nuevo
que todo aquello les parecía. Nada se inmutó, no hubo un sonido especial, ni algún
gesto distante, ni siquiera una sombra peculiar que me cruzará por el rabillo
del ojo, no hubo nada, absolutamente nada, y sin embargo, levanté la mirada y
me encontré con la suya.
No pretendo entender qué fue lo que pasó, ni me interesa
encontrar alguna teoría extraña que hable del destino y de cómo todo se conecta,
me basta con lo que fue, con lo que fue y no puedo explicarme, con lo que fue y
no se me olvida.
Cruzamos tres sonrisas, dos palabras y cuando nos
llamaron para empezar el recorrido, decidimos caminar juntos. No hubo ninguna
conversación profunda sobre los motivos que cada uno tenía para hacer ese
viaje, no hablamos de nuestros padres ni de nuestros países y no nos embarcamos
en discusiones sobre el rumbo de la vida, o sobre la sensación de que eso que empezábamos
quizá nos cambiaría para siempre. Simplemente caminamos, miramos el cielo que
era gris pero sentí rosado, leímos las placas con los nombres de las calles
Smithe, Homer, Nelson, Cambie, vimos los veleros que esperaban en el muelle, y
nos servimos de fotógrafos.
Había alguien, un señor gordo y de chaqueta verde, creo,
que nos explicaba la historia, los puntos importantes, los restaurantes cercanos,
las indicaciones básicas. Pero no escuchamos mucho. Luego de un rato, devolvimos
nuestros pasos hasta quedar nuevamente en la entrada del instituto por la que hacía
poco habíamos salido.
No sé quién lo
propuso, la memoria me traiciona, tengo la sensación de que simplemente lo
supimos, como si hubiéramos estado parados ahí y ambos hubiésemos mirado la
entrada del mismo café en la esquina de la calle del enfrente y sin tener que
decirnos nada hubiéramos decidido que era ahí donde pasaríamos el resto de la
tarde.
Sin embargo, estoy segura de que no fue así, sé que
alguno de los dos tuvo que haber preguntado qué era lo que haríamos luego y el
otro tuvo que haber respondido, tras mirar a su alrededor, algo así como, “quizá
ese café sea bueno, hace frio”. Pero no lo recuerdo, mi historia es, que
simplemente lo supimos.
El café era pequeño, 5 mesas quizá, y tenía una vitrina
de postres y croissants. Pedimos dos chocolates calientes, él pagó. Nos
sentamos en la esquina, frente a frente, e intentamos jugar un rato con un
ajedrez que robamos de la mesa vecina. Solo nos reíamos. A veces, él miraba el
diccionario que tenía sobre las piernas, me hacía señas con la mano para que
esperara, buscaba la palabra y la decía. A veces yo parloteaba sobre algún tema,
quizá nada importante, y él me sonreía. “No entendí nada”, decía mirándome a
los ojos y yo me encogía de hombros, “no importa”, y volvíamos al apacible
silencio.
Ahí empecé a sospecharlo, pero tuve la certeza cuando
bajó la guitarra que colgaba de la pared y comenzó a tocar una canción que ya
hoy ninguno recordamos. No hubo luego de eso espacio para duda alguna, supe,
desde ese día y para siempre, que cuando lo había mirado por primera vez en esa
mesa y le había preguntado si era una persona simpática, la respuesta era sí.
Sara Betancur Carvajal