lunes, 5 de diciembre de 2016

Enero

Sí, la respuesta era sí. No la sabía cuando se lo pregunté; quizá la sospechaba, de pronto había algo en su forma de sentarse, en la calma que de él parecía emanar, ahí, en esa silla rodeado de desconocidos, que me hizo suponerlo.

Cuando me recogieron en el aeropuerto, un tipo gordito, a ratos asiático, me contó que el cielo se tornaba rosado cuando iba a nevar. Recuerdo que me sorprendió un montón y que fue lo primero que le dije a la mamá cuando la llamé por Skype, luego de haberle llorado un rato porque se había sentado en mí el peso de la distancia.

Ese día el cielo estaba gris, muy gris. Ahora que lo veo en las fotos no creo que hubiera habido espacio alguno para otra tonalidad. Sin embargo, esa vez, lo sentí rosado. Sé que no dejaba de mirarlo, preguntándome si iría a nevar, mientras recorríamos las calles que, luego íbamos a sabernos de memoria, pero que para ese entonces nos eran desconocidas.
Hay certezas que nacen con nosotros, cosas que no dudamos, que nos permitimos sentir ciertas, propias. Una de las mías es que las miradas son imanes. He creído siempre que se llaman entre sí, que se buscan, que tienen algún tipo de conexión extraña que las hace encontrarse. Lo reafirmé con él ese día. Ahí estaba yo, con un montón de lapiceros nuevos, que me obligué a empacar consiente de mi increíble capacidad para perderlos en cuestión de segundos, mirando el celular, que solo mostraba la hora y el avioncito en la esquina superior derecha que me acompañó desde que salí de casa. Había un ruido ensordecedor que se colaba hasta por los rincones, la sala estaba repleta de personas que pensaban en diferentes idiomas y que no podían ocultar lo nuevo que todo aquello les parecía. Nada se inmutó, no hubo un sonido especial, ni algún gesto distante, ni siquiera una sombra peculiar que me cruzará por el rabillo del ojo, no hubo nada, absolutamente nada, y sin embargo, levanté la mirada y me encontré con la suya.

No pretendo entender qué fue lo que pasó, ni me interesa encontrar alguna teoría extraña que hable del destino y de cómo todo se conecta, me basta con lo que fue, con lo que fue y no puedo explicarme, con lo que fue y no se me olvida.

Cruzamos tres sonrisas, dos palabras y cuando nos llamaron para empezar el recorrido, decidimos caminar juntos. No hubo ninguna conversación profunda sobre los motivos que cada uno tenía para hacer ese viaje, no hablamos de nuestros padres ni de nuestros países y no nos embarcamos en discusiones sobre el rumbo de la vida, o sobre la sensación de que eso que empezábamos quizá nos cambiaría para siempre. Simplemente caminamos, miramos el cielo que era gris pero sentí rosado, leímos las placas con los nombres de las calles Smithe, Homer, Nelson, Cambie, vimos los veleros que esperaban en el muelle, y nos servimos de fotógrafos.

Había alguien, un señor gordo y de chaqueta verde, creo, que nos explicaba la historia, los puntos importantes, los restaurantes cercanos, las indicaciones básicas. Pero no escuchamos mucho. Luego de un rato, devolvimos nuestros pasos hasta quedar nuevamente en la entrada del instituto por la que hacía poco habíamos salido.

 No sé quién lo propuso, la memoria me traiciona, tengo la sensación de que simplemente lo supimos, como si hubiéramos estado parados ahí y ambos hubiésemos mirado la entrada del mismo café en la esquina de la calle del enfrente y sin tener que decirnos nada hubiéramos decidido que era ahí donde pasaríamos el resto de la tarde.

Sin embargo, estoy segura de que no fue así, sé que alguno de los dos tuvo que haber preguntado qué era lo que haríamos luego y el otro tuvo que haber respondido, tras mirar a su alrededor, algo así como, “quizá ese café sea bueno, hace frio”. Pero no lo recuerdo, mi historia es, que simplemente lo supimos.

El café era pequeño, 5 mesas quizá, y tenía una vitrina de postres y croissants. Pedimos dos chocolates calientes, él pagó. Nos sentamos en la esquina, frente a frente, e intentamos jugar un rato con un ajedrez que robamos de la mesa vecina. Solo nos reíamos. A veces, él miraba el diccionario que tenía sobre las piernas, me hacía señas con la mano para que esperara, buscaba la palabra y la decía. A veces yo parloteaba sobre algún tema, quizá nada importante, y él me sonreía. “No entendí nada”, decía mirándome a los ojos y yo me encogía de hombros, “no importa”, y volvíamos al apacible silencio.


Ahí empecé a sospecharlo, pero tuve la certeza cuando bajó la guitarra que colgaba de la pared y comenzó a tocar una canción que ya hoy ninguno recordamos. No hubo luego de eso espacio para duda alguna, supe, desde ese día y para siempre, que cuando lo había mirado por primera vez en esa mesa y le había preguntado si era una persona simpática, la respuesta era sí.  


Sara Betancur Carvajal 

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