lunes, 5 de diciembre de 2016

Enero

Sí, la respuesta era sí. No la sabía cuando se lo pregunté; quizá la sospechaba, de pronto había algo en su forma de sentarse, en la calma que de él parecía emanar, ahí, en esa silla rodeado de desconocidos, que me hizo suponerlo.

Cuando me recogieron en el aeropuerto, un tipo gordito, a ratos asiático, me contó que el cielo se tornaba rosado cuando iba a nevar. Recuerdo que me sorprendió un montón y que fue lo primero que le dije a la mamá cuando la llamé por Skype, luego de haberle llorado un rato porque se había sentado en mí el peso de la distancia.

Ese día el cielo estaba gris, muy gris. Ahora que lo veo en las fotos no creo que hubiera habido espacio alguno para otra tonalidad. Sin embargo, esa vez, lo sentí rosado. Sé que no dejaba de mirarlo, preguntándome si iría a nevar, mientras recorríamos las calles que, luego íbamos a sabernos de memoria, pero que para ese entonces nos eran desconocidas.
Hay certezas que nacen con nosotros, cosas que no dudamos, que nos permitimos sentir ciertas, propias. Una de las mías es que las miradas son imanes. He creído siempre que se llaman entre sí, que se buscan, que tienen algún tipo de conexión extraña que las hace encontrarse. Lo reafirmé con él ese día. Ahí estaba yo, con un montón de lapiceros nuevos, que me obligué a empacar consiente de mi increíble capacidad para perderlos en cuestión de segundos, mirando el celular, que solo mostraba la hora y el avioncito en la esquina superior derecha que me acompañó desde que salí de casa. Había un ruido ensordecedor que se colaba hasta por los rincones, la sala estaba repleta de personas que pensaban en diferentes idiomas y que no podían ocultar lo nuevo que todo aquello les parecía. Nada se inmutó, no hubo un sonido especial, ni algún gesto distante, ni siquiera una sombra peculiar que me cruzará por el rabillo del ojo, no hubo nada, absolutamente nada, y sin embargo, levanté la mirada y me encontré con la suya.

No pretendo entender qué fue lo que pasó, ni me interesa encontrar alguna teoría extraña que hable del destino y de cómo todo se conecta, me basta con lo que fue, con lo que fue y no puedo explicarme, con lo que fue y no se me olvida.

Cruzamos tres sonrisas, dos palabras y cuando nos llamaron para empezar el recorrido, decidimos caminar juntos. No hubo ninguna conversación profunda sobre los motivos que cada uno tenía para hacer ese viaje, no hablamos de nuestros padres ni de nuestros países y no nos embarcamos en discusiones sobre el rumbo de la vida, o sobre la sensación de que eso que empezábamos quizá nos cambiaría para siempre. Simplemente caminamos, miramos el cielo que era gris pero sentí rosado, leímos las placas con los nombres de las calles Smithe, Homer, Nelson, Cambie, vimos los veleros que esperaban en el muelle, y nos servimos de fotógrafos.

Había alguien, un señor gordo y de chaqueta verde, creo, que nos explicaba la historia, los puntos importantes, los restaurantes cercanos, las indicaciones básicas. Pero no escuchamos mucho. Luego de un rato, devolvimos nuestros pasos hasta quedar nuevamente en la entrada del instituto por la que hacía poco habíamos salido.

 No sé quién lo propuso, la memoria me traiciona, tengo la sensación de que simplemente lo supimos, como si hubiéramos estado parados ahí y ambos hubiésemos mirado la entrada del mismo café en la esquina de la calle del enfrente y sin tener que decirnos nada hubiéramos decidido que era ahí donde pasaríamos el resto de la tarde.

Sin embargo, estoy segura de que no fue así, sé que alguno de los dos tuvo que haber preguntado qué era lo que haríamos luego y el otro tuvo que haber respondido, tras mirar a su alrededor, algo así como, “quizá ese café sea bueno, hace frio”. Pero no lo recuerdo, mi historia es, que simplemente lo supimos.

El café era pequeño, 5 mesas quizá, y tenía una vitrina de postres y croissants. Pedimos dos chocolates calientes, él pagó. Nos sentamos en la esquina, frente a frente, e intentamos jugar un rato con un ajedrez que robamos de la mesa vecina. Solo nos reíamos. A veces, él miraba el diccionario que tenía sobre las piernas, me hacía señas con la mano para que esperara, buscaba la palabra y la decía. A veces yo parloteaba sobre algún tema, quizá nada importante, y él me sonreía. “No entendí nada”, decía mirándome a los ojos y yo me encogía de hombros, “no importa”, y volvíamos al apacible silencio.


Ahí empecé a sospecharlo, pero tuve la certeza cuando bajó la guitarra que colgaba de la pared y comenzó a tocar una canción que ya hoy ninguno recordamos. No hubo luego de eso espacio para duda alguna, supe, desde ese día y para siempre, que cuando lo había mirado por primera vez en esa mesa y le había preguntado si era una persona simpática, la respuesta era sí.  


Sara Betancur Carvajal 

sábado, 3 de diciembre de 2016

it´s always the little things

I remember the classroom was small and always hot. The day I recall the must is when the teacher thought us numbers meant nothing. “It’s impossible for us to really understand great numbers, he said, if we hear 700 it’s like we have heard nothing, because the amount is so big the brain can only see it us a number and nothing else, so every piece of humanity gets lost in that process”. Then he showed us the profiles the New York Times did after 9/11 about the victims. Probably we read one or two, and when the class was over he said to us: be sure to always look for humanity, in the end that’s the only thing that matters.

Today, I understood why. After the morning of November 28th, wherever one looks can find the name “Chapecó” surrounded by numbers and complicated words that are there trying to shape a painful and chaotic tragedy. Probably we will remember those things in the next five or six months, but I’m sure as the time passes by the only thing that will remain of this huge pile of information are the little things. 

Our memories won’t keep the overwhelming number of deaths, instead we will remember the 5 minutes distance there was between the plane crash and the airport. It’s not the lost of a whole soccer team what will make us feel like crying, but the story of that one player who only the night before had found out we was going to be a dad. It’s not the uncountable screams of the whole crew that will rumble in our ears, but that exact second when the pilot, Miguel Quiroga, told the air traffic controller: “we need to land, this is an emergency”.

After a while, of the numbers, we will know nothing, but of the little things we will never forget. I guess it is because there is something in them that remind us of how hopeless we are before the unquestionable fragility of life.


jueves, 25 de agosto de 2016

Carta abierta al tipo de la camioneta gris con el letrero de “NO a la paz”



18.250 días. Imagínese sentir miedo por 18.250 días. Imagínese despertar cada una de esas mañanas preguntándose cuándo van a mejorar las cosas y teniéndose que responder, cada vez, con un “no sé, pareciera que nunca”. ¿Se lo imaginó? Pues bien, ahora sepa que eso que siente, ese desasosiego que le da vueltas en la cabeza, no alcanza siquiera la mitad de la magnitud del que sienten las personas que han tenido que sufrir en carne propia los más de 50 años que lleva la guerra en este país.
Creo que tuvo que pasar un asunto muy extraño con nosotros, algo así como que una noche, mientras dormíamos, cayó una sustancia del cielo o subió en el vapor de la lluvia y nos dejó a todos miopes sin que nos diéramos cuenta. Nos volvió una sociedad incapaz de ver la realidad que tiene tan cerca, y extrañamente capacitada para apropiarse de los problemas ajenos, de las modas ajenas, de las culturas ajenas. Como un montón de seres que andan por ahí doliendo las guerras del mundo mientras ignoran las muertes que se dan cita a diario en los patios de sus casas.
Pero lo complicado es que somos unos miopes extraños. Nos pasamos la mayor parte del tiempo ignorando las realidades que golpean a nuestras puertas, pero cuando de repente esas realidades se vuelven ejes mediáticos, nos convertimos mágicamente en los más iluminados entre los iluminados. Los más preparados para comprender las situaciones, los más instruidos para opinar, los más capaces para ponernos en los zapatos ajenos y hablar por los demás, como haciendo ademán de algún derecho divino que ni Dios sabe cuándo nos otorgó.
Todo este tema se me volvió demasiado nítido cuando en estos días me tocó ver a alguien que conozco manejando una camioneta gris que le dieron sus papás  para cambiarle el carro ya viejo del año pasado. La camioneta, que todavía guarda el brillo del concesionario, tenía en todo el vidrio trasero una pancarta que decía “NO al plebiscito”.
No puede más que sonreír ante lo descarada que es la ignorancia. ¿Cómo es posible que una persona, que jamás en su vida ha tenido que mirar a la guerra a los ojos, ande por ahí gritando su negativa contra el intento de ponerle un fin?
Porque claro, es que es muy fácil, (y léase el muy fácil en mayúscula), decirle no a la paz cuando usted está sentado en su carro, camino a casa, donde hay comida lista esperándolo, una nevera llena y un montón de seguridades. Es muy fácil decirle no a la paz cuando la guerra parece un término de películas con nombres en alemán, que nada tienen que ver con usted ni con la realidad que lo rodea.
Pero pongámonos del otro lado. Ya no está usted en su carro sino en una casita hecha con cuanto material se ha encontrado o le han regalado los conocidos, en San José del Pinar, intentando hacer lo último que le queda de arroz para sus dos hijos que vuelven de tener que trabajar en los semáforos porque las oportunidades para estudiar parecen propagandas de mentira. Véase frente a la olla del arroz, con el viento entrándosele por entre las paredes, intentando no pensar en la noche que le tocó salir de su casa con sus dos hijos y lo que alcanzó a coger mientras lo amenazaban dos tipos con pistolas. Véase así  y contéstese honestamente si le daría la misma negativa al plebiscito.
No estoy diciendo que la paz es el plebiscito, o que una vez firmados los acuerdos con las Farc, Colombia va a ser el país soñado. Pero sí estoy diciendo que el plebiscito es un paso para intentar salir de los últimos 50 años de tragedia y sangre que se han comido este país por los bordes. Porque si bien es cierto que el plebiscito no es garantía para la paz,  al menos es un intento real y tangible, una oportunidad para ponernos de verdad en los zapatos de la guerra y alzar nuestra voz en contra.
Eso sí, ahora no se vaya a ir a firmarlo a ciegas porque su abuelo le dijo o porque leyó dos columnas de opinión de algún periódico importante. Primero infórmese, lea el artículo que va a salir desglosando los acuerdos y subráyelo con un resaltador amarillo o del color que quiera. Vaya a charlas sobre el postconflicto o al menos busque los resúmenes en YouTube. Pare la serie en Netflix o la novela de las cinco e infórmese de la guerra. Siéntese a leer alguna crónica de periodistas de su país que se han jugado la vida para relatar el conflicto y, si es posible, léase un libro entero de esas crónicas.

Sálgase de la zona de confort y mire a la guerra de frente, aunque sea desde lejos, desde la seguridad de su casa, desde la portada del libro, desde la pantalla del celular. Dese cuenta de que es real, trate de dimensionarle la magnitud, para que así, cuando salga a decidir sobre el fin o no de esos más de 18.250 días de guerra, al menos sus argumentos tengan algo de validez  y no parezcan la pancarta ridícula de la camioneta gris de un ignorante. 

Sara Betancur Carvajal 

lunes, 1 de agosto de 2016

Se tejen más que hilos



               Maleable. Creo que la primera vez que oí el término debía tener unos doce años y la expresión de quien escucha otro idioma. Probablemente eran las 2 de la tarde y el inclemente sol golpeaba las ventanas mientras el profesor de química intentaba dar su clase. Maleable, entendí después, es la palabra con la que se define una cosa que puede adquirir distintas formas según se le requiera. No lo olvido, a pesar de que sí olvidé todo lo otro que la química intentó enseñarme.

Con el paso del tiempo y el capricho de escribir y preguntarse me fui dando cuenta de que las historias, todas, compartían esa cualidad. Entendí que siempre estaban ahí a la espera de que alguien las tomara  y les diera una forma, las codificara para el mundo, las supiera tangibles. Descubrí, entonces, que por el mismo hecho de ser maleables, las historias podían, siempre, esconderse en cualquier parte.

Me gusta imaginar que no se le develan a cualquiera, que saben escoger sus relatadores, que se cuidan de no andar por ahí cayendo en manos inapropiadas. Por eso me sorprende tanto encontrarlas, por eso me maravillo ante las múltiples formas que toman, ante esa facilidad suya para ir más allá del formato que las encasilla. Y es que siempre, como un iceberg,  las historias dicen más de lo que se alcanza a ver de ellas.

No pienso entonces que sea memorable encontrarlas en su forma más sencilla: cuando danzan al ritmo de letras y palabras. Creo sí, que es un verdadero tesoro, descubrirlas cuando se tornan sutiles y casi silenciosas.

De ahí que me maraville con el conjunto de prendas que algún autor, mal llamado diseñador, expone bajo luces incandescentes. Pues las colecciones, que nacen al público en forma de desfile, son otra manera de relatar el mundo. La moda es, al fin y al cabo, una recopilación de historias, que en vez de párrafos, toman forma de hilos entretejidos.



Sara Betancur 

sábado, 18 de junio de 2016

Conexión


A  Camilo, gracias por recordarme
verdades inquebrantables.  


                       Hay algo curioso con las ideas, me inclino a creer que son como niños traviesos que juegan en la cabeza sin pedirle permiso a nadie. Me pasa todo el tiempo que las siento de aquí para allá persiguiéndose unas a otras intentando encontrarse algún sentido, algún orden, alguna forma de salir, de ser algo que transforme lo que son. 
Por eso, mantengo siempre una libreta y un lapicero, para irlas tatuando entre las hojas cuando se dejan atrapar, cuando se hacen coherentes y me permiten escuchar que es lo que tanto quieren decir con su corre-corre. 
Claro está que no siempre dejan que me les acerque, son bastante ariscas, las ideas, digo. Gobiernan ellas solas su propio mundo y defienden su libertad a capa y espada. No les gusta andar por ahí dejándose encasillar por cualquier momento de lucidez que algún loco tenga de vez en cuando. Las ideas son sabias, y solo se le materializan, de vez en cuando, a quien realmente lo merece.

jueves, 16 de junio de 2016

De otro tiempo

                 


A Melissa, gracias por  permitirme 
imaginar tiempos más bonitos. 
                          



                          Siempre que se me cae alguna pestaña, o tengo en frente las velas que cada vez apuntan a números más grandes, pido el mismo deseo: regresar en el tiempo. Y la razón es simple, quiero regresar en el tiempo porque me gustaría, tanto como me gustan los domingos en los que duermo cual si el mundo se pausara, volver a cuando el amor era simple y se valía por sí mismo. 
No sé de donde me surgió la certeza de que pertenezco a otra época. Pero tengo la descabellada teoría de que por algún azar del destino, algún conjuro mal escrito que recitó una bruja con perversas intenciones me lanzó a este tiempo a aprender alguna cosa que todavía no descubro. 
Siento que debe ser algo sobre el amor, porque de alguna forma, siempre, todo lo que hacemos, incluso cuando intentamos huir, parece tener alguna conexión  con el amor.  Siento que lo que debo entender ha de tener que ver con eso, con recordar el amor, el que es bueno, y salir a buscarlo con la certeza de que sigue por ahí caminando en algún lugar el mundo.



Sara Betancur Carvajal 

miércoles, 15 de junio de 2016

Lista de placeres



  • Detenerse en la piscina y ver las gotas de lluvia cuando caen. 
  • Pasarse la lengua por los labios después de un trago de vino.
  • Despertarse junto a una ventana desde la que se puede divisar el mar. 
  • Perderse en el ritmo de las olas que parecen melodía. 
  • Ver los barcos lejos de la orilla y recordar historias de piratas y sirenas.
  • Calcular el horizonte y sonreír ante lo incierto.
  • Deleitarse en el baile de las golondrinas. 
  • Levantar un dedo, el índice quizá, e intentar seguir el rastro de las nubes. Como si pudiera volverse pincel y el mundo fuera lienzo. 
  • Cantar alguna canción que escurridiza se incrustó en la cabeza mientras se espera el ascensor en el piso 16. 
  • Flotar en el agua y ser liviano, imperturbable, efímero. 



Sara Betancur Carvajal 


martes, 14 de junio de 2016

Volver





A Paola , gracias por transportarme 
a lugares desconocidos. 




                     No sé cuántas veces conocemos algo por primera vez. Cuántas veces sentimos algo como si fuera nuevo a pesar de que quizá nos lo conozcamos de memoria, cuantas nos descubrimos a nosotros mismos dándole nuevos significados al mundo que creíamos tener resuelto y aprendido.

El tiempo, por ejemplo, es uno de los causantes de volver a significar. Cuando se pasea entre nosotros y algo conocido, es como si lo borrara todo, como si laminara la experiencia y la hiciera nueva, como si la lavara de significados, de connotaciones, de historias que ya no le pertenecen.

Sin embargo, la mejor manera de volver a significar, para mí, al menos, son los amigos. Compartir la realidad que creemos nuestra con los amigos genera una energía tan poderosa que hace que queramos volver a tener la mirada atenta para llenar el mundo cual si fuera un lienzo que hemos sido llamados a pintar.




Sara Betancur Carvajal 

lunes, 13 de junio de 2016

Sonrisas de Dios




A Mateo, que me ha enseñado a ver
la vida como si todo fuera mágico.


                                           Esa tarde estaba volado y volar hacía que todo pareciera tener un sentido mayor. Era quizá el hecho de que le recordaba que los sueños eran posibles, o tal vez el agradecimiento inmenso que nacía dentro de él al poder hacerse uno con el viento.
Lo invadía una plenitud inexplicable cuando estaba cerca a las nubes. Era como si perteneciera, como si encontrara que ahí era su lugar en el mundo.
Iba manejando el avión en silencio, sin pensar en otras cosas, en un estado de consciencia del aquí y el ahora que solo experimentaba cuando se sentía con alas.
La tarde había empezado a caer sin que él se percatara. El sol aumentaba el paso en su caida hacia el horizonte, como quien va al encuentro de un ser extrañado. Los colores que pintaban las nubes cautivaron su atención de la manera más extraña, se quedó mirándolos como si lo hubieran hipnotizado, como si de pronto lo hubieran llamado por su nombre.
El compañero, que iba a su lado, le tocó el hombro con sutileza.
-¿Qué pasa?, preguntó.
-¿Ves eso?, respondió él, señalando el firmamento.
El otro hombre pasó la mirada al frente, donde el naranja lo cubría todo. 
-¿El atardecer?, le preguntó seguro de que no era eso, de que se le escapaba algo.
-Sí, -le respondió el capitán- es Dios, que nos sonríe.




Sara Betancur Carvajal

jueves, 9 de junio de 2016

Simple








A Sara, gracias por recordarme
el verdadero mensaje del viento.


             Ese día lo entendí. Fue como si realmente un pájaro me lo hubiera dicho. Como si me hubiera perseguido hasta encontrarme, solo para posarse en mi hombro y susurrarme al oído.
Estaba sentada en la calle, porque a veces las sillas se me antojan inservibles. No había nada de especial en ese día, el cielo lo cubría todo y el ruido de los carros contaminaba la brisa. Cuando lo sentí andaba perdida en otras cosas, en momentos de otros tiempos que ya no me pertenecen.

Quisiera decir con exactitud el qué y el cómo pero me resulta imposible, entonces me limito a explicarme a mí misma que fue un pájaro, porque los pájaros son del viento y hablan todos los idiomas. Me digo que llegó hasta mi hombro, acercó su pico a mi oído y le escuché decirme: “Sara, la vida es simple y es bonita”. 

miércoles, 8 de junio de 2016

Posible

          




A Santiago, gracias por 
invitarme a ser niños otra vez.


   Me deleito mirándolo. Puedo quedarme horas viéndolo jugar, o escuchándole alguna historia de esas que saca de su cabeza como si tuviera ahí dentro una fábrica de imaginarios. Sobre todo, me gusta verlo cuando estamos cerca del mar.  Estoy seguro de que hay algo que él entiende y yo no, alguna verdad del universo que se revela a sus ojos inocentes y se oculta a los míos contaminados ya de tantas cosas que me enseñé a creer ciertas.
Hay algo en la inmensidad del océano que a mí me asusta pero a él lo tranquiliza. Es como si las olas le hablaran, como si, cuando chocan contra la arena sobre la cual está sentado, inmutable, le susurraran que todo es posible.


 


Sara Betancur Carvajal

martes, 7 de junio de 2016

Tiempo








A Ana, gracias por 
devolverme en el tiempo.

       La única condición es que no podía contárselo a nadie. Era un secreto de familia, había dicho la abuela, con claridad rotunda, la mañana en que se lo contó. “Elige la foto que quieras, la que más te guste”, la había instruido mientras le pasaba álbumes vestidos de polvo que había sacado de un cajón que mantenía con llave.
 Ana, sin entender todavía de qué iba el cuento, había revisado los recuerdos empastados en busca de alguno que llamara su atención. Cuando lo encontró sacó de la lámina la foto y se la entregó a la abuela. “¿Estás segura de que es esta la que quieres? Mira que si te equivocas vas a tener que esperar 190 días para repetirlo”.
Ana dudó y le pidió a la abuela que volviera a mostrarle la fotografía. La examinó en detalle y dejó que en su mente se dibujara la escena retratada. Era de otros tiempos, quizá más felices, en los que la vida parecía fácil y el mar la hacía sentir llevadera. Le sabía a familia, a tranquilidad, a conversaciones perdidas en la arena.
“Estoy segura” dijo luego, a lo que la abuela asintió con la cabeza y le contó en detalle el tan guardado secreto, no sin antes advertirle que el viaje no duraba sino 20 minutos y que la única condición era que no podía contárselo a nadie.
De esa mañana hace ya mucho tiempo. El asombro de ese día se convirtió en costumbre y hoy ya casi nunca Ana viaja dentro de las fotografías. Sin embargo, los días lluviosos en los que no pasa nada, se sienta a revisar los álbumes y elige algún recuerdo que se le antoje lejano, bonito, añorante. Pone la mano sobre la foto, con los dedos bien abiertos, como le enseñó la abuela, cierra los ojos con fuerza y repite la frase que mantiene en secreto. Vuelve así, por 20 minutos, a estar en el lugar de la foto. Aunque es corto y casi siempre queda anhelante, vuelve renovada, más consciente, es como si escuchara de pronto el acelerado compás del tiempo y sintiera gratitud por los recuerdos.

 

Sara Betancur Carvajal

lunes, 6 de junio de 2016

Inexplicable






A Mariana, gracias por 
confiarme tu pasión
 



            No tengo explicación y eso es lo más bonito. A veces me parece que pensamos que las explicaciones van a revelarnos algún secreto sobre la felicidad y su receta. Pero para mí, es todo lo contrario. Creo que son las cosas que no logramos expresar en palabras, que no nos caben en el molde de las ideas lógicas, las que realmente nos llenan. Son esas las que hacen parte de la receta, si es que existe alguna.
Sobre todo lo siento con el fútbol. Me pasa cuando me exigen explicaciones porque soy una mujer aficionada a un deporte que los hombres creen suyo, como si no entendieran lo tonto de pensar que la pasión conoce de géneros.
Entonces no se los explico, no se los explico cuando me lo preguntan, cuando me miran intentando esconder el asombro y me dicen “pero por qué te gusta”. Me limito a sonreírles y les respondo que no sé. A veces porque me gusta confundirles lo que creen que está establecido, revolcarles las ideas. Pero realmente es porque no necesito explicárselos, ni a ellos ni a nadie.
Porque finalmente no necesito más explicación que la energía que me recorre el cuerpo cuando estoy sentada con mi camiseta frente a la cancha. Porque me basta la sensación inexplicable que no me deja controlar los gritos y que me hace sentir conectada a algo que es cien veces más grande que yo.

 


 Sara Betancur Carvajal


lunes, 25 de enero de 2016

Presencias

A Lilo le gusta sentárseme en las piernas, especialmente cuando tengo un pantalón de color oscuro. Antes creía que era maldad suya, pero luego de pensarlo mucho, me decidí porque era simple ignorancia.
A veces estoy leyendo en el sofá junto a la ventana y viene a visitarme. Me da golpecitos en la mano que sostiene la página del libro y me pide que vuelva del mundo en el que me sumergen las letras y converse con ella un rato. Cedo, encuentro un punto, y paro la lectura. La miro y cierro un poquito los ojos porque el veterinario dijo que así ellos entienden que uno los quiere. La acaricio y la escucho ronronear.
Cuando ya ha pasado un rato le pongo despacio la mano sobre la cabeza y le digo que voy a seguir leyendo. Entonces ella da vueltas sobre mí hasta que logra encontrar su lugar en el mundo y se acuesta de lo más elegante, como si en otra vida hubiese sido una dama de sociedad.
Yo vuelvo a encontrar el ritmo de la lectura y voy haciéndome cada vez menos consciente de su peso sobre mis piernas. Ella, por su parte, se queda mirando por la ventana en busca del lugar donde cantan los pajaritos, mientras deja que el viento la arrulle.
A ratos doblo el libro y lo cojo con una sola mano para poder acariciarla a ella con la otra. Lo hago, creo, para recordarnos a ambas que seguimos sobre el sofá junto a la venta y que es la primera tarde de enero en la que no ha llovido.

Sara Betancur Carvajal
Todos los derechos reservados

lunes, 18 de enero de 2016

Instrucciones para enamorarse


Busque a alguien, el que sea. Que se le antoje bonito, loco o indescifrable.
(Si es usted amigo de la paciencia, intente buscar las tres)
Encuéntrelo a solas, mientras toma un café o escribe en la página de algún cuaderno algo que no debe olvidar. Es muy importante que no esté acompañado, en la soledad las máscaras son inútiles y las personas parecen más reales.
Divíselo a lo lejos y respire profundo cuantas veces necesite para alejar el miedo y las dudas. Camine despacio, como quien no quiere la cosa, como quien no muere de ansias. Siéntesele en frente y espere a que sus ojos se encuentren con los suyos.
No diga nada, no se adueñe del silencio; déjelo que flote. Despeje la mente de pretensiones y mírelo. Sostenga la mirada hasta que el alma le brille en los bordes de la pupila. Permita también que su propia alma se refleje en la suya.
Puede sentir quizá que el tiempo se detiene. No se asuste, es normal; el encuentro de las almas termina siempre por entorpecer un poco el acelerado paso del tiempo".

-Sara Betancur

Vaya solo a un café


No invite a nadie, no lo publique en sus redes sociales, no diga cuando salga por la puerta y le pregunten para dónde va.
Vaya solo, con la mirada atenta, y todas las pantallas apagadas.
Pida un café o dos, échele azúcar o panela, diga que por ahora solo quiere agua.
Siéntese en una mesa, entre la gente o en una esquina, y acostumbre su oído al ruido de conversaciones ajenas.
Permítase escuchar la queja de la señora del lado porque su jugo tiene azúcar y ella es diabética. Mire de reojo la cara del mesero mientras se devuelve con el vaso e intente imaginar las palabras exactas que pasan por su cabeza.
Ríase del hombre que habla solo mientras lee su computadora. Trate de leerle los labios mientras decide cuál es el nombre de su amigo imaginario.
Sonríale al mesero cuando traiga lo que le ha pedido e intente adivinar, sin preguntarle, qué hace los domingos por la mañana cuando no tiene delantal y no lo esperan a ninguna hora en ninguna parte. Apréndasele el nombre.
Pida la clave del Wi-fi solo para comprobar creatividades. Ríase sin sutileza cuando le digan que es: payasointerior1900. Haga como si la anotara en alguna parte.
Invéntele historias a sus vecinos más cercanos, constrúyales la vida, piense lo que piensan, tema lo que temen. Elija uno y mírelo a los ojos, espere a que él lo note y sosténgale la mirada. Después de unos segundos, sonríale sin decir nada, y mire para otra parte.
Finalmente, cuando ya se haya tomado la mitad del vaso de agua o la segunda taza de café, quédese con usted mismo y escúchese.
Pregúntele cosas a sus silencios, imagínese que vería si pudiera mirarse a los ojos.
Disfrute de su compañía, deje de sentir miedo. Entiéndase un poco o confúndase más, pero haga ambas cosas con sinceridad y valentía.
Escriba dos o seis palabras y lea la última página de un libro, o, si prefiere, el párrafo de la mitad de la hoja número 45.
Párese luego, sin demasiado ruido, pague la cuenta y súbase nuevamente al imparable carrusel del mundo.

-Sara Betancur

Vaya a un lugar donde escuche los pájaros cuando despierte por la mañana


Elija un destino, el que prefiera. Uno que haya visto en un folleto o que haya escuchado en un programa de televisión un día mientras pasaba canales. No investigue mucho, no condicione la realidad, deje que el lugar lo sorprenda.
Ojalá escoja un sitio que sea lejos, ojalá no haya ido nunca, ojalá haga frío y le ofrezcan café en la entrada.
Una vez la noche haya llegando siéntese un rato en la escalera con los pies descalzos y la mirada lejos. No hable, no ocupe la mente con pensamientos de otros lugares ni de otros tiempos, esté ahí. Respiré profundo, sienta el viento, haga acuerdos con el silencio.
Luego métase entre las cobijas y vea alguna película tonta de domingo en la noche, lea el libro que hay en la mesita, o intente calcular cuántas personas han mirado también por esa ventana; pregúntese de qué color eran sus ojos, qué buscaban ellos en el horizonte. Después deje que el sueño se lo lleve sin permiso. No se asuste, no se levante en medio de la noche. Descanse, pausese en el tiempo, y permítase ser inconsciente de que la vida sigue su curso.
Despiértese por la mañana, cuando el frío de las primeras luces, que aún son tímidas, le acaricie los brazos o la punta del pie derecho que ha salido a curiosear fuera de las cobijas.
No abra los ojos, manténgalos cerrados mientras se hace consciente de que todavía respira. Sienta sus pies, sus manos, todo su cuerpo que ha estado esperándolo. Muévalo despacio, como si lo saludara. Permita luego que sus ojos se abran, a su propio ritmo, sin afanes y descubran la luz que intenta meterse por los rincones.
Sonría ante la certeza de que ha amanecido.
Vuelva a cerrarlos y escuche. Trate de distinguir la diferencia entre los sonidos. Olvídese de lo real y párese, aún descalzo, frente al árbol en el que están los pájaros. Mire hacia arriba, reconózcalos, dele las gracias por cantar para usted, por cantar para el mundo. Intente luego Identificar el sonido del viento, sígale el rastro, piérdase en sus infinitas variaciones.
Finalmente quédese en ese momento mientras se lo permitan: el horario que debe cumplir, las ganas de desayuno, la urgencia de ir al baño, el ritmo de la vida. Mientras esté ahí permanezca atento, curioso, sea detallista. Inmortalice lo que más pueda en su memoria y guárdelo todo junto: los sonidos, el frío, la luz, los infinitos significados de la palabra mañana. Déjelo cerca, donde pueda alcanzarlo sin tener que alzarse en la punta de los pies, y recurra a él cuando sienta nuevamente que el afán de la vida ha empezado a ahogarlo.
-Sara Betancur