jueves, 22 de enero de 2015

Cuando no alcanzan las palabras (RIO)

Usted no entiende lo que es calor, hasta que  viene a Río. Aquí el sol se levanta a las 5 de la mañana y para cuando usted se levanta, a las 10, digamos, ya él logró calentar toda la ciudad por lo menos 5 veces. 
Pero eso ya lo sabía, lo que no sabía era que los brasileros creen que si agregan ito o ita a una palabra entonces están hablando un español perfecto, así como nosotros pensamos que el inho es lo único que se necesita para comunicarse con alguien que habla portugués. Antes me sentía mal de que pensáramos eso, porque era bullying, pero ahora que sé que el bullying es recíproco, creo que no me siento tan mal. 
Otra cosa que no sabía era que en esta ciudad había tantos túneles. La parte que encuentro fea es que los túneles fueron hechos para que la gente pudiera pasar por debajo de los morros y no tuvieran que recorrer las favelas, hechos para hacer la vista aún más gorda. Una ciudad, como todas, que crea mecanismos para ignorar a los ignorados. Lo que me pareció bonito fue lo que me enseñó Adriana. 
De camino para el Cristo me contó que cuando uno va a entrar en un túnel debe pedir un deseo y empezar a aguantar la respiración, si logra contenerla hasta el final entonces quiere decir que el deseo se va a cumplir. Pero no crean, es difícil y el calor no ayuda. Bueno, eso y que cuando decidí intentarlo íbamos a entrar en el túnel Rebouças, que mide 2.800 metros. Un buen nadador puede aguantar la respiración durante 50 metros, yo, que a duras penas no me ahogo, duré 5. Así como el sonido de la radio se va perdiendo a medida que uno entra en el túnel, así mismo se pierde la capacidad de aguantar la respiración y en menos de un minuto el deseo ya no parece tener valor. La misión en sí termina siendo algo suicida, y uno acaba por desistir. 

El tren que sube al Cristo ahora queda en otro lugar, en medio del morro, porque ya hoy tiene la destreza de pasar entre los altos árboles. Sin embargo, dejó sus rieles antiguos, como quien olvida algo importante en la mesa de cualquier café, por toda la carretera de subida. Entonces, cuando el carro sube, pasa por encima de los rieles imitando el tren, y acaba preciéndose a un niño que juega inocente a los disfraces. Después de estacionar el carro tiene uno dos opciones, hacer una fila de una hora para tomar una van que sube hasta el monumento o caminar cuesta arriba. Ya hablé del calor insoportable entonces pueden imaginarse lo difícil de la situación, es como tener que escoger entre morir ahogado o morir quemado. No da. Pero como uno es turista, tiene en la mano una GoPro y quiere parecer aventurero entonces se repite muchas veces que lo mejor es subir caminando y termina por hacerlo sin creérselo del todo. 

Subir por un morro durante aproximadamente 40 minutos,  con una temperatura que se siente de 50 grados, es una situación complicada. Tiene uno que darse ánimos durante toda la subida y mantener la esperanza de que con cada curva se está un poco más cerca.
Llega un punto donde, después de perder la respiración y de sentir que lo que uno tiene no es un short sino un pantalón de lana, el pavimento brilla, sin razón alguna, con el roce de la luz. Casualmente es justo antes de llegar a la estatua, da la impresión de ser una línea de meta hecha con mirellas de asfalto. Por un momento me pareció que era una empujadita de esperanza que la vida, compadecida, me estaba dando. Pero realmente no sé si es la novedad de todo o si las cosas sí son así de increíbles como parecen. 

El último trayecto es en ascensor. Uno entra, toca el botón que indica el segundo piso, espera que la puerta se cierre, contiene la emoción, prende la cámara, sube, siente la altura y luego ve cómo las puertas se abren. Entonces, aparecen frente a usted las 1000 toneladas de una de las siete maravillas modernas, y ahí, en ese mismo instante, entiende usted por qué está en esa lista. 

Quisiera decir qué se siente llegar a la cima y ver el Cristo Redentor, pero no existe ninguna emoción con la que pueda describirlo ni ninguna experiencia con la que pueda relacionarlo. Es, diciendo poco, increíble. se queda usted sin aire por unos segundos y se pregunta cómo es posible que existan cosas así en el mundo. 
Estando ahí, a 709 metros del nivel del mar, comprende uno el gran valor que tiene la vida, ¿por que? No sé, pero de repente se siente agradecido con todo, con sus ojos que le permitieron ver una cosa de esas, con su familia que solo tiene palabras de amor, y con la vida misma que le concedió estar ahí. Intenta uno contener las lagrimas de emoción mientras la sonrisa se dibuja en los labios sin avisar.

Para describir la vista tampoco alcanzan los adjetivos, ¿cómo puede uno explicar lo que es tener todo Río a los pies, alcanzar a ver en un mismo cuadro todos los contrastes que conviven en la ciudad? ¿Qué adjetivos usa para dar a entender la inmensidad de las montañas que protegen la historia de un pueblo entero, los colores de las casas, las formas de los edificios? ¿Será que es posible trasmitir con palabras lo inmenso y azul que de pronto parece el mar? No hay cómo. 

Aunque el lugar está lleno de gente, que habla en todos los idiomas existentes, usted siente que ahí arriba solo están usted y ese Cristo de 38 metros de altura, que con los brazos abiertos, parece estar dándole la bienvenida a todas las cosas buenas que el mundo tiene para ofrecer. Olvida el calor, el bullicio y todo por lo que se quejó ese día y el anterior y el que vino antes que ese, y pasa a sentir un profundo amor por la vida y un inmenso agradecimiento de que pudo, por fin, recordar que la magia sí existe. 


Sara Betancur 

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sábado, 17 de enero de 2015

República K2


Primero encuentro importante aclarar que aquí las fraternidades universitarias se llaman repúblicas, pero se escuchan "jepúblicas" porque los brasileros tienen el vicio de cambiar la pronunciación de la R por la de la J. 
Esta República en particular se llama K2, y no me pregunten a qué se refiere el nombre porque entonces tendría que inventar alguna respuesta mentirosa.
Es una casa grande, vieja y bonita. Si se le ve desde afuera parece una réplica a pequeña escala de una mansión europea, puede incluso llegar uno a pensar que si abre la puerta del garaje y sube prudente las escaleras hasta llegar a la puerta principal se va a encontrar una mucama, de aires coloniales, que vestida a blanco y negro lo va a invitar educadamente a pasar. "-Los señores están tomando el desayuno, si desea puede esperar en el despacho", diría con voz neutra y ojos que aprendieron bien a no expresar opinión.
Sin embargo, la realidad es otra completamente diferente. 
Luego de subir las escaleras lo primero que uno nota en la entrada es la enredadera que intenta apoderarse de la pared del lado derecho, diría que lo segundo es la chapa vieja y llena de detalles que guarda la puerta. Hasta ese momento todavía alberga uno la esperanza de que ha llegado a un castillo utilizado por Disney en alguna de sus películas. 
Pero no, no es castillo, ni hay ninguna mucama que con destreza abra la puerta. Por el contrario, tiene uno que tratar de varias maneras y hasta cambiar de mano para lograr que la chapa ceda y la puerta se abra.
En la primera planta de la casa no hay un gran lobby con una mesa de centro, regalo de los duques de Francia, adornada con flores de colores vibrantes que algún sirviente cortó temprano en el jardín.  Hay por el contrario una mesa de billar frente a una chimenea que tiene abajo un radio viejo y grande. 
Del techo no cuelga un candelabro antiguo y exuberante que perteneció a alguna bisabuela rica, sino un bombillo que fue adornado con un sombrero de paja. 
De las paredes no cuelgan cuadros renacentistas firmados por autores a quienes no se les entiende la letra y a veces ni las pinturas. Hay en cambio, en una de ellas, la más grande, una cabina telefónica que aquí llaman "orelhão". Es grande y azul y tiene inscrita en letras amarillas la palabra 'oi' que traduce hola y que es una de las compañías telefónicas mas grandes de Brasil. 
El teléfono ya no da tono, pero si ignora uno lo suficiente la bulla que viene del patio donde están todos reunidos haciendo un churrasco (asado), y se pone bien cerca de la oreja el teléfono puede escuchar el silencio sordo y profundo que parece estar esperando a que alguien vuelva a dar vida con su voz a la línea telefónica. 
Suena como si el "orelhão" se negara a creer que nunca mas va a funcionar por el capricho de unos universitarios locos que lo destornillaron de a poco y con mucha paciencia para poderlo llevar rápido y eufóricos, en una camioneta prestada, a la República K2. 
En otra de las paredes, arriba de las ventanas, hay colgadas cuatro camisetas de diferente color pero igual estampado: "festa do colhar" dicen, y tiene al rededor del cuello un collarcito de bolas blancas bien puesto. 
La "festa do colhar" consistió en que cada hombre llevaba puesta una camiseta como las que están hoy colgadas en la pared y un collar pendiendo del cuello. Las mujeres por el contrario no llevaban collar y su misión de la noche era conseguirlo para poderlo intercambiar por tragos de tequila. 
Cómo hacían para conseguir los collares sigue siendo para mí un misterio, aunque estoy más que segura que no era bailando alguna pieza de música clásica, con pasos bien aprendidos, mientras las enaguas del vestido parecían coger vuelo. 
Subiendo las escaleras, antes de entrar a la cocina, hay una salita que parece sacada de Proyecto X; sillones usados, puffs y cojines se reúnen al rededor de una mesita de televisión. De las paredes cuelgan banderas de algunos países: Canadá, Inglaterra, Colombia, y como era de esperarse, Brasil. 
Después está la cocina y más allá, al fondo de la casa, el patio donde tiene lugar el churrasco. 
El churrasco es una excusa para comer buena carne y beber mucha cerveza, mientras trata uno de ignorar el calor y aprende a bailar la canción que suena de fondo. 
En el último piso de la casa están los dormitorios con las camas sin almohadas y dos balcones que esconden la vista de Itajubá. 
De arriba no hay mucho que contar, son cuartos grandes y compartidos, con paredes llenas de calcomanías de fiestas, cervezas y hobbies. De decoración simple, bien pensada y dispuesta para que ningún borracho ocasione desastres. 
Las escaleras que llevan a los dormitorios parecen preparadas para ver bajar a la princesa con paso medido y espalda bien recta, dispuesta a encontrarse con sus invitados que la esperan curiosos en la parte de abajo. 
Aún así, creo que lo más cercano a una princesa que ha bajado por esas escaleras es algún borracho que se sintió comediante y decidió robarle la corona del cumpleaños a la homenajeada de esa noche. 
Finalmente, la mansión colonial convertida en República es una mujer elegante que viste sus mejores ropas y que parece a primera vista muy formal y un tanto ajena, pero que, para sorpresa de todos, lleva por dentro incontables historias que se cuentan en los ecos atrapados en las paredes y en los latidos alegres de su corazón que palpita al ritmo de la samba. 

Sara Betancur Carvajal 

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martes, 13 de enero de 2015

Su sombrilla

Hay una creencia en el mundo oriental que reza que los objetos también tienen alma. No sé si tengan alma, pero después de conocerla, se sembró en mí la seguridad de que tienen memoria; creo que los objetos conservan los recuerdos de quien los haya convertido en sus testigos silenciosos. Pienso que todos tienen algo que contar, tanto las paredes, que prudentes guardan infinidad de secretos, como las sombrillas que se pierden, o las que se encuentran, como la de ella. 

La conocí un día de abril demasiado lluvioso, cuando esperábamos juntos a que llegara el último ferry. Aunque no habíamos hablado nunca, ya la había visto suficientes veces como para reconocer su pelo rojo entre la multitud. Siempre lamenté muchísimo que lloviera tanto, me hubiera encantado verlo chispear con el roce del sol. 
Esa noche, la primera y única en la que hablamos, me contó sobre su sombrilla. Como si lo estuviera leyendo en su cabeza, me relató al pie de la letra cómo había dado con ella. 
Recuerdo mucho que primero me habló de su mala relación con las sombrillas, y luego, tratando de darle fuerza a esa afirmación, me contó dos o tres historias acerca de algunas que había dañado de la manera más extraña posible. 
Después me dijo que esa, en particular, la había reclamado debajo de una estación del tren, "el lugar de las sombrillas perdidas" fue como lo nombró, y me sonó poético. Me contó que allí era donde iban a parar todas aquellas sombrillas que alguien, demasiado afanado o distraído, había olvidado en el tren. 
Antes de confesarme que había ido allí con la mentira bien planeada de que una de esas sombrillas era suya, me dijo con voz contundente que no le gustaban las mentiras. Me recordó mucho a un alcohólico  que se repite que no debe beber. 
Durante toda la historia mantuve la mirada clavada en la sombrilla, y me llamó muchísimo la atención ver que estaba rota.
-¿Por qué la lleva todavía? Le pregunté -Si ya no sirve para nada. 
Ella dejó escapar una risa fugaz que sonó genuina.
-Porque sé que llegó a mí por una razón, sé que alguien la está buscando. Respondió y parecía un niño que hace algo esperando llamar la atención, pero que luego, cuando lo logra, actúa como si su intención jamás hubiera sido esa. 
Se detuvo un momento y dejó de mirar la sombrilla para mirarme a mí. 
-¿Conoce usted la historia del cordón rojo? Me preguntó. 
Negué con la cabeza, no quería hablar, no me atrevía a interrumpirla, estaba cautivado por completo con esa mirada suya que parecía albergar tantas historias. 
-Dicen que todas las personas están atadas a otra por un cordón rojo, y que al final, ambas puntas, están destinadas a encontrarse. Creo que está sombrilla es mi cordón rojo y espero el día en que la encuentren, o bueno, en que nos encuentren. Dijo recalcando el nos. -Entonces debo llevarla siempre conmigo, no van a encontrarnos si la dejo guardada en la casa. Concluyó mientras me regalaba una de sus sonrisas que parecían brilla bajo la luz demasiado blanca que iluminaba el puerto.
Me pareció bonito ese pensamiento y por un momento vi en ella a Penélope, de la canción de Serrat. Ambas con la ilusión inocente que espera el gran momento, Penélope con su banca y ella con su sombrilla. 
Guardamos silencio durante mucho tiempo después de que terminó su historia y se me ocurrió que precisamos dos chiquillos que acababan de comer la última cucharada de su postre favorito. Temíamos volver a hablar, porque no queríamos que las nuevas palabras nos robaran el sabor de las ya pronunciadas. 
Solo fue hasta que el ferry tocó el otro puerto que su dulce voz quebró nuevamente el silencio. 
-Fíjate bien cuando elijas una sombrilla. Me aconsejó.-No vaya a ser que termines eligiendo una que proteja de la lluvia peinados en vez de besos. 
Sentí sus palabras suspendidas en el aire. 

Se bajó del ferry, sombrilla en mano, y se despidió con una sonrisa que prometía volver. 

Nunca mas la vi, no pude tener el gusto de ver su pelo rojo coquetear con el sol, ni pude saber jamás, aunque deseé que así fuera, si el dueño encontró la sombrilla, y afortunado, tropezó también con ella. 


Sara Betancur 

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martes, 6 de enero de 2015

Del adiós


A Camila, que se llevó con ella 
un pedacito de mi alma.




Cuando llegué al restaurante ella ya estaba sentada en la mesa junto a la venta, como habíamos acordado. Apenas la vi todo se volvió demasiado real y el vacío se apoderó de mi pecho. 
-¿Quién soy? Le pregunté tapándole los ojos 
-Ya no me engañas con eso. Respondió ella mientras me sujetaba las manos con las suyas siempre tan suaves y pequeñas. 
Me senté frente a ella, quería mirarla a los ojos para poder detallarla y aprenderla de memoria, pensando, ingenuamente, que así podría recordarla con más precisión. 
Mientras esperábamos la comida hablamos sin mucha gana intentando parecer tranquilos, luego, cuando llegó, nos concentramos en ella, intentando desesperadamente huir de todos los pensamientos de añoranza que nos volvían más lentos los latidos del corazón. 
-¿Tienes miedo? Le pregunté sin poder evitarlo más. 
-Algo. Susurró, sonaba como asustada de tener que admitírselo. -Pero supongo que es lo normal. Una sonrisa algo forzada se le dibujó en los labios. Así era ella, siempre capaz de transmitir seguridad aún cuando no la sentía.
 Yo asentí y la miré con todo el amor del que fui capaz en ese momento. 
Volvimos a comer en un incómodo silencio cargado de todas las cosas que queríamos decir, de todo lo que sabíamos que íbamos a extrañar del otro, de las palabras de amor atrasadas. 
Permanecimos así por un rato, pero a medida que la comida se fue acabando y el tema fue surgiendo volvimos a encontrar la comodidad con la que hablábamos siempre. 
Ella me contó sobre algo que había leído en el periódico por la mañana, y yo le hablé de la visita que debía hacerle a mis padres al otro día. Fue entonces cuando se me ocurrió: no importa si sabes que algo se va a acabar en un mes, en un día o en una hora, no eres totalmente consciente de lo que ese fin significa hasta que no está sucediendo. 
Seguramente si alguien me hubiera preguntado hace dos o tres semanas qué habría hecho si supiera que inevitablemente iba a perderla, con absoluta seguridad le habría hablado de sueños, utopías y esperanzas que no terminaría llevando a cabo. 
La idea de que ella se fuera hubiera provocado en mí ganas de hacer hasta lo imposible, y seguramente incluso la seguridad de que hubiera podido lograrlo, al fin y al cabo las ideas siempre pueden ser perfectas. La realidad en cambio está llena de limitaciones, de lunes en los que hay que trabajar, de viernes lluviosos y de oportunidades que conscientemente se dejan pasar. 
-¿Pedimos la cuenta? Preguntó, algo tímida, sacándome de mis reflexiones existencialistas. 
-¿Ya se nos ha pasado el tiempo? Observé asombrado.
El tiempo es un ser curioso, siempre rebelde; lento cuando se le exige rapidez y rápido cuando uno le ruega a gritos que se quede.
-Se nos ha pasado. Concedió ella. 
El silencio pesado volvió a nuestra mesa junto con el mesero y las dos mentas que venían con la devuelta. Nos quedamos mirándonos por un rato sin decir palabra alguna. No quería dejar de ver sus ojos, nunca. Sentí unas inmensas ganas de gritarle que no se fuera, de rogarle si era preciso. Pero en la poca cordura que me quedaba sabía que eso era lo peor, ya ella estaba lo suficientemente nerviosa, no necesitaba que yo se lo empeorara. 
-Te quiero, ¿sabes? Dije en cambio. 
-No sabía, pero ya sí. Respondió ella, como siempre. No pudimos evitar sonreír ante lo familiar que se habían vuelto para nosotros  esas dos frases. 
Ella se levantó primero, de los dos siempre fue la más valiente. Yo la seguí hasta la salida sin decir palabra alguna. 
Cuando estuvimos ya afuera se dio la vuelta, las lágrimas contenidas inundaban sus ojos. 
En ese momento quise pedirle perdón por todas las veces que llegué tarde a nuestras citas, por las veces que no la entendí, que la obligué a ir a planes que, muy bien sabia, no disfrutaba. Por los días que no la abracé y por los que la abracé mucho. Quise decirlo todo, pero no lo hice. Solo la abracé, la abracé muy fuerte, como queriendo reponer todos esos abrazos que no iba a poder darle, como queriendo transmitirle el inmenso amor y agradecimiento que sentía por ella y por el tiempo que habíamos compartido juntos. 
-Yo también te quiero. Me dijo al oído y me apretó con más fuerza antes de soltarme. 
La ayudé a subirse al carro y le di un beso rápido, no quería sentir todo lo que ella significaba para mí, no quería extrañarla tan pronto, aunque sabía muy bien que la estaba extrañando desde que la vi sentada en esa mesa. 
-Adiós. Le dije, y sentí como mi voz atravesaba el pesado nudo que se me había hecho en la garganta. 
-Adiós. Respondió, y supe que tampoco ella entendía la fuerza que cargaba esa palabra. 

-Sara Betancur 

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jueves, 1 de enero de 2015

Yo de vos no me olvido

No le gustan las rosas, prefiere las azucenas, o si es martes, los claveles. El viento le mece el pelo, ya colonizado por las canas, mientras camina despacio con ellas en la mano. La boquita bien cerrada, para que no se le escape el tarareo. 
Llega siempre al mismo lugar, da un beso prudente a las flores y con igual sutileza las deja en el piso. Luego abre la cajita de cuadros y saca su juego de té, con dos tazas, siempre dos tazas y siempre ella sola. 
Se sienta en la grama con toda la elegancia de la que es capaz, que es mucha, y sirve el té en la primera taza.
-¿Dos de azúcar? Pregunta, pero nadie responde. Sin embargo, los dos cubitos caen en el té y sin protesta alguna se deshacen. Ella revuelve un poco con su cuchara pequeña y deja la taza justo al lado de las flores. 
-Hoy me estaba acordando del día en que nos conocimos. Dice mientras revuelve el cubito de azúcar que acaba de dejar caer en la segunda taza. Se detiene por un momento, como intentado poner cada detalle en su lugar y luego, con ojos que parece que sonrieran, le relata la historia al viento. 
Cuando termina toma un sorbo largo de su té y sonríe. -Como  detestabas vos el té, y mirate. Dice, a la otra taza, que sigue intacta. Piensa por un momento en todas las cosas que cambian con los años, que son muchas. Y en todas las cosas que cambian con el amor, que son más. Vienen a su mente recuerdos de poesías y boleros, de risas genuinas, de atardeceres juntos que huelen a mar. 
-¿Hace 10 años, podés creerlo? dice, pero esta vez la sonrisa ha escapado de sus labios y de sus ojos. -Llevo diez años extrañándote a vos todos los días. Las palabras resuenan en el profundo silencio de la tarde. 
Raquel siente rabia por un momento, pero es una rabia de impotencia más que de otra cosa. Siente ganas de reprocharle, “vos me prometiste que no te ibas a morir, que esto era para toda la vida" quiere decirle, pero no lo hace, no tendría sentido y ella lo sabe. En cambio, bebe otro sorbo de té, el último, y controla de a poquitos el ritmo de su respiración. Cuando vuelve a hablar su voz suena como un soplido. 
-El doctor dice que todavía no es grave, pero que se me van a ir olvidando las cosas. Se detiene un momento, porque quiere recordar los ojos de él siempre tan añorantes, quiere recordar el sofá en el que se sentaban juntos cuando llegaba la visita, el amor que le transmitía su mano siempre que la tenía cerca. Quiere recordarlo todo, cada día, cada detalle, cada mirada, la cantidad exacta de las palabras que compartieron juntos. Quiere recordar que no debe olvidarlo.
-Yo vine a contarte, pero no pa' que te asustés, sino pa' que sepás. Guarda silencio por un instante, mientras acerca un poco más la mano a la lápida, al lugar exacto donde está escrito su nombre. -No tenés por qué asustarte, porque si algo sé yo en la vida Lázaro, es que yo de vos no me olvido. El viento sigue soplando, pero no se lleva las palabras.
Raquel vuelve a tararear mientras vacía la tacita con los dos cubos de azúcar ya diluidos en el té frío, la limpia con un pañuelo y la guarda junto con la tetera y la otra taza en la cajita de cuadros. Se levanta despacio y se arregla un poco la falda, da la vuelta y empieza a caminar. Al cabo de varios pasos se detiene y devuelve la mirada, como quien olvida algo, pero más como quien no quiere dejarlo ir. Una sonrisa melancólica se le dibuja en los labios, la conserva por un segundo y luego, con un suspiro, vuelve la cabeza y empieza nuevamente a tararear. 


-Sara Betancur 

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Del mar

Caminaban despacio mientras el sol se iba acercando al horizonte; él, porque entendía que un paso suyo, eran para ella tres. Ella, porque andaba distraída imaginando quién sabe qué cosas. Respetaban en silencio la margen que dejaban las olas cuando se desvanecían al borde del mar.
Los boleritos del vestido se mecían con la brisa mientras sus crespos, pequeños y cafés, desafiaban la gravedad. Tenía en los brazos, dibujadas por el sol, las marcas de los flotadores. En la mano derecha llevaba un balde morado, sucio todavía de pedacitos de castillo. Iba mirando el suelo, un poco esperando a descubrir algo, un poco trazando el recorrido que debían seguir sus pies. 
-¿Ves cómo brilla la arena? Le preguntó él, mirándola. 
Ella abrió un poco más los ojos, como quien logra por fin ver la magia en algo que siempre tuvo en frente. Y sin levantar la cabeza, asintió. Entonces él, con voz de quien comparte un buen secreto, le dijo: 
-Esos pedacitos, los que parpadean con el roce de la luz...se detuvo un momento, el sonido de las olas llenó el silencio y la mirada de la niña brilló expectante. -Esos, agregó, Son deseos olvidados que se esconden en la arena.

 –Sara Betancur 


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Chas, chas

"Lo que me llama la atención es su mirada. Siento cuando la veo que si el cansancio fuera mirada, sería la suya. Aunque son las 6:30 y el metro está a reventar, esa mujer sentada en el suelo parece inmensamente sola. Con sus manos va tocando una carrasca como quien habla otro idioma aprendido por necesidad. A su lado hay una niña que da vueltas sobre sí misma. Su hija, me imagino. De vez en cuando se detiene para mirar a los transeúntes que no le devuelven la mirada. Por miedo, pienso, porque no quieren verla. Asumen, ingenuos, que si la ignoran lo suficiente Medellín seguirá siendo eterna primavera. 
Chas, chas, suena la carrasca y la gente camina, ocupada en otras cosas; chas, chas, los carros pitan debajo del puente, afanados, siempre afanados; chas, chas, clin, suena una moneda de alguien que, sin mirar de a mucho, sintió que debía ayudar, que también era su problema. Chas, chas, no, no es la carrasca. Es el hambre, es la pobreza, es la ignorancia, es la realidad desgastando la esperanza."

-Sara Betancur 

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A vino

Nunca teníamos conversaciones comunes; de esas en las que uno le cuenta al otro todo lo que le pasó o en su día, o cómo se llamaban sus amigos de la infancia. Recuerdo que solía hacerme preguntas que me desconcertaban, por nuevas, por diferentes. Tenía y tuvo siempre una visión de niño; todo en la vida le maravillaba.
A veces yo intentaba desconcertarlo a él con mis preguntas, jugar su juego, tomarlo fuera de base. Casi nunca, debo admitir, lograba alguna de las anteriores. En cambio, terminaba obteniendo respuestas que me parecían, y aún me parecen, merecedoras de ser recordadas. 
-Si las palabras tuvieran sabor, ¿a qué sabrían? Le pregunté una tarde. 
- A vino. Pero no al trago de vino, sino al agridulce que se siente cuando, después de beber de la copa, pasea uno la lengua por los labios. Respondió, con esa mirada suya siempre tan pensativa. Se quedó en silencio un momento y luego agregó: -Bueno, las buenas palabras, las que se conectan y transmiten, las otras no sé a qué saben. 
-Sabes? Me dijo luego de un rato. -No pienso que la gente sea lo que come. La gente es lo que lee, las escenas de los libros que logra imaginarse. Las palabras que no entiende, las que hace suyas, las que se guarda. Las que tiene miedo de decir, pero finalmente dice.
Creo, que de todas las cosas, lo que más extraño, son sus respuestas. 

-Sara Betancur 

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Pedacito de memoria

Siempre ha sido la misma casa; las escalas, el corredor y al fondo la cocina. Siempre le ha entrado la misma luz, como anaranjada, como de añoranza, como de hogar. Los abuelos dicen que antes era de dos pisos. 
A veces, si camino despacio y presto atención, me parece ver a mi mamá y a sus hermanos corriendo, traviesos, de un lado a otro. Puedo incluso, si estoy de suerte, escuchar el eco de la voz de abuela gritándoles que el piso está trapeado. 
De toda la casa, lo que más me gusta, además del comedor, es la cocina. Me gusta sentarme ahí y ver a la abuela moverse, con una destreza impecable, de aquí para allá. 
Hoy, por ejemplo, está organizando algunas cosas que el abuelo le fue a comprar a la tienda. Abre aquí y acomoda allá. Miro intrusa cuando saca de la bolsa negra los huevos y el abuelo, despacio pero sin dudar, como alguien que ha repetido algo tantas veces que ya es automático, le abre la nevera y le sostiene la puerta para que ella pueda ubicarlos. 
Él parece prestarle atención mientras ella, poniendo uno a uno los huevos, va hablándole sobre lo que sea que haya pasado la tarde anterior en la novela. 
Y es eso, él ahí con su pantalón amarrado con correa y su camisa a rayas bien puesta, y ella con su delantal de florecitas y esas gafas tan redondas. No hay más, sólo eso, así de simple, es amor. 

Sara Betancur 

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Pablo y Olivia

Cuando Olivia bebió de la copa que le había traído el mesero, repitió por quinta vez esa mueca que hacía cuando algo le sabía amargo. "No me gusta el tequila", dijo. 
-A mí tampoco, le respondió alguien desde el final de la barra. 
Olivia bajó entonces la cabeza y lo miró. “Estaba hablando sola”, quiso decirle. Pero de una u otra forma sabía que para él ya estaba claro. 
-¿Por qué toma tequila si no le gusta? Le preguntó el hombre. 
-¿Por qué habla con alguien si no lo conoce? Inquirió ella con una voz de tal suavidad, que parecía estársele derritiendo en la boca. 
-No sé, respondió él luego de una pausa. –Quizá por el mismo motivo por el cual toma usted tequila sin que le guste.
Olivia guardó silencio durante un rato.
-No sabía yo que también se podían ahogar los recuerdos en los extraños, le dijo y sonrió.

 –Sara Betancur 

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Necesito

Un café, dos de azúcar, un libro a medio leer.
–¿Necesita algo más? Pregunta el mesero.
“–Sí -pienso- necesito dejar de cuestionar la vida y dedicarme a vivirla; sin porqués, sin razones. Necesito dejar de sentir miedo, necesito reírme más, necesito respirar más despacio; vivir más despacio, ser menos consiente, estar más atento, tomar más fotos. Necesito recordar que como hoy no hay más días, necesito darle la oportunidad al mundo de sorprenderme, necesito volver a amar, dejar de amar. Necesito momentos que valgan la pena, necesito dormir, necesito viajar; ver el mundo, todo, por pedacitos. Necesito un dolor que me marque por siempre, necesito escuchar historias de ayer, de hace un año, de nunca. Necesito perderme en la sonrisa de alguien, necesito dejar de mirar atrás, necesito insistirle al reloj que pare sabiendo que no me escuchará, necesito…”

–No, no necesito nada más. Está bien por el momento. Respondo.

-Sara Betancur 


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Valiente o estúpido

Algún día escuché, o leí, ya no sé, que el miedo se convierte en pavor cuando lo que uno teme se demora en pasar. Algo así como cuando el piloto avisa que el avión inevitablemente se va a caer. En ese lapsus, demasiado corto y a la vez demasiado largo, entre el anuncio y el acontecimiento real, lo que los pasajeros sienten ya no es miedo, es algo más, es pavor. Pavor es también estar sentado en la sala de espera en el aeropuerto de Estambul esperando que llegue un avión y queriendo fervientemente que cancelen el vuelo. 
No sabría decir si es de valientes o de estúpidos coger un avión para Israel el mismo mes en el que se ha vuelto uno de los países más caóticos del mundo. A menudo valiente y estúpido son la misma cosa. Estúpido haber ignorado cada una de las noticias que amarillista leí día tras día esperando echarme para atrás; estúpido no haber escuchado a mi papá cuando me dijo que no fuera. Valiente seria quizá la determinación de irme, de querer conocer un país lleno de historia y cicatrices, a pesar de lo que muestran las noticias. Valiente quizá desafiar la realidad, creer que no es tan grave, incluso cuando todo apunta a lo contrario. ¿O eso era estúpido? Sí. No. No sé. 
En algún lugar del mundo ya amaneció, pero aquí son las 10 de la noche y el cielo sigue igual de oscuro que a las 7:30, cuando llegué. De pronto un poco más, pero no me atrevo a decirlo porque me entra la duda de si lo que habla es el miedo o soy yo. 
En el taxi de camino al aeropuerto me consolé pensando que no podía perder el tiquete, que lo había comprado hacía mucho, cuando nada de esto estaba pasando. Me pareció una razón bastante lógica mientras registré mi pasaporte y me asignaron la silla en el avión, siguió pareciéndome buena mientras caminaba por el pasillo buscando la sala de espera. Dudé por primera vez cuando me senté y a mi alrededor solo había tres personas. Pero la duda absoluta solo me invadió cuando pasó más de una hora y el avión no llegó. Después de ahí, no podría decir cuál fue el momento exacto en el que lo que sentía ya no era duda, sino miedo. 
El miedo es, para mí, la expresión más genuina de la imaginación; lo vive uno todo, lo siente todo, lo ve todo y aun así nada pasa más allá de su propia cabeza. Para cuando llegó el avión, ya había aterrizado en Israel 2 veces y me había arrepentido en ambas ocasiones, ya había salido del aeropuerto, sordo de escuchar los latidos acelerados de mi corazón. Ya me había tenido que esconder, al menos tres veces, en un sótano cualquiera, cercano, para que un misil no me alcanzara. 
Para cuando llegó el avión ya había sentido el arrepentimiento de dejar a mi mamá sola, de no haber escuchado a mi papá, de no haber salido corriendo cuando el instinto me gritaba que lo hiciera. Ya lo había vivido todo, imaginado todo. 

Me senté en la silla con la garganta seca e incapaz de escuchar otra cosa que el zumbido que de repente se había apoderado de mis oídos. Durante la siguiente hora y media no pude mas que permanecer aturdido. 
No le tengo miedo a los aviones, me gusta viajar y les agradezco que me lo permitan. Aún así, no puedo evitar sentir cierta tranquilidad cuando las llantitas, demasiado pequeñas, logran con una fuerza enorme detener el aparato. Confieso incluso que a veces reprimo la sonrisa cuando la azafata, algo aliviada, da la bienvenida. De volar, siempre lo que más disfruto, es cuando aterrizo. Bueno, siempre, menos hoy. 
No logré darle la suficiente importancia al hecho de que acababa de llegar a un país en el que había explotado la guerra, a un país donde más de 2000 personas habían perdido sus vidas, a un país ajeno a todo control y seguridad. Ser el cuarto en salir del avión no me dejó demasiado tiempo para dudar el siguiente paso, para intentar retroceder. 
Como un niño que a pesar de todo deseo se levanta para ir al colegio caminé por el pasillo que conectaba el avión con el aeropuerto y seguí caminando hasta que una policía, con un paso tan determinando que parecía que me conociera, vino a detenerme. 
Me saludó en ingles y me pidió el pasaporte, yo se lo entregué recordándome que no tenía nada que temer, no creyéndomelo del todo. 
-¿Habla español? Me preguntó cuando lo abrió, y la sorpresa hizo que me demorará más de lo necesario para responderle. No sé cuánta gente hablara español en Israel, pero con seguridad no sobrepasa el 10% de la población. Y aún así, ahí estaba esa mujer desafiando todo pronóstico. 
-Sí, le respondí cuando pude. -Me han dicho que la situación aquí está muy mal. Agregué, algo tímido, como intentando confirmar mis certezas pero queriendo fervientemente que me las negaran por completo.
-Pues le han dicho bien. Me dijo y un frío me recorrió todo el cuerpo. -Ha sido usted muy imprudente de venir para acá, las cosas están muy peligrosas, debería quedarse en el aeropuerto. No sé si fue esta señora dándome indicación sobre que debía hacer y que no, o si fue el miedo absoluto de estar tan cerca de la muerte lo que me recordó a mi mamá, pero de repente la tenía ahí, en una imagen demasiado vívida que me invadía la cabeza. 
-Pero mi tiquete de vuelta es para dentro de siete días. Le dije, pero el deje de reproche no generó nada en ella, seguía mirándome fijamente y sin expresión alguna, como si no entendiera que tenía eso que ver con su advertencia. -¿Espera usted que me quede en el aeropuerto durante los siete días? Le dije, entonando bien cada palabra, queriendo transmitirle con absoluta claridad lo absurda que sonaba esa idea. 
-Sí, dijo. Sería lo mejor. Sus palabras atravesaron mis oídos y se clavaron fijamente en mi cabeza. Incapaz de moverme le devolví la mirada y me percaté por primera vez de lo profundos que eran sus ojos. Me pareció en ese momento que sus palabras de advertencia venían acompañadas de un miedo casi maternal de que me pasara algo, mezclado con la certeza de que, estando las cosas como estaban, eso era lo mas probable. 
Cuando me devolvió el pasaporte fue la primera vez que pensé en lo absurdamente casual que había sido todo eso: que esa mujer me parara justo a mí, que me hablara en español en un país tan lejano, que me confirmara lo mal que estaba todo cuando todavía tenía tiempo de buscar una salida, de encontrar una solución, de esconderme en un lugar seguro. 
Supongo que las coincidencias solo se vuelven señales de la vida cuando uno, voluntariamente, les otorga ese estatus. Y cuando algo, por insignificante que sea, adquiere esa etiqueta entonces no queda más que obedecer la señal al pie de la letra, o al menos creo que así funciona. Por eso, concentrado en la imagen de mi mamá que no salía de mi cabeza aceleré un poco el paso y seguí caminando convenciéndome de que todo había sido una simple coincidencia. Repitiéndome, aunque pensaba lo contrario, que lo que estaba haciendo no era estúpido, sino valiente. 

-Sara Betancur 

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De pelo crespo y gafas rosadas

Estábamos sentadas de frente y comíamos helado. Bueno, yo comía, ella se lo untaba en los cachetes y en la nariz. Con el helado me habían entregado la devuelta, a ella un perrito, que resultó siendo una alcancía.
-¿Ya tenías alcancía? Le pregunté mirándola a los ojos.
-Sí. Respondió rápido. –Tengo una alcancía para comprarme un caballo. Pero ahora mi jardín es muy pequeño. Agregó pensativa, como si ese fuera el único obstáculo que la separara de poder comprarlo.
-¿Y por qué quieres un caballo? Le pregunté y me miró.
-Porque me parecen bonitos. Respondió  mientras saboreaba el helado.

Nos quedamos en silencio durante un rato, pero no pasó mucho hasta que el cliché me hizo hablar otra vez.

-¿Qué quieres ser cuándo seas grande? Le dije y no pude evitar imaginarme todas las veces que me lo preguntaron a mí; me sorprendí pensando lo fácil que era responder a esa pregunta antes, cuando las limitaciones del mundo no eran un problema. ¿Soy lo que quería ser?
-Veterinaria. Confesó ella y me sacó del momento de existencialismo.
-¿Por qué?
-Para proteger a los animales que los cazan los cazadores. Dijo y el silencio aprovechó mi sorpresa para volver.

-Me parece que los humanos no están haciendo un muy buen cuidado del bosque. Interrumpió de pronto, como poniéndome la queja. –“Mira las basuras que han dejado los caminantes en el camino”, decía mi libro. Añadió como suponiendo que sabía de qué estaba hablando.
-¿Qué libro? Pregunté, porque realmente no sabía.
-El libro del planeta. Me respondió con esa voz de quien le explica a alguien algo demasiado sencillo. -Por el libro es que yo sé tanto del planeta y de los humanos. También tengo un libro del cuerpo y sé de los esqueletos, las venas y los músculos. Los libros tienen mucha información. Dijo y por un momento creí que estaba intentando darme un consejo.

Volvimos a quedar en silencio hasta que, después de un rato, ella se acomodó las gafas y me dijo:
-Decía algo muy lindo de los árboles y los hombres; que en un tiempo estaban unidos y que cada quien tiene un árbol. Cuenta cómo se conoció con ese árbol, cómo lo vio, cómo se lo encontró, qué frutos tenía, qué pájaros iban allá. Sus palabras estaban cargadas de una ilusión que no pudo más que reflejarse en los ojos.
-¿Tú tienes un árbol? Pregunté, pasito, tratando de no interrumpirle la imaginación.
 -Sí. Me contestó segura, muy segura. -Está en El Cabuyal, y el de mi papá está en el parque de Envigado.
 Se distrajo por un momento y luego, volteando un poco la cabeza, me miró fijamente y me dijo:
 -Yo voy a contar todo lo que sé del Planeta Tierra a mis amigos para que me ayuden a cuidarlo y les voy a decir que también ellos les cuenten a los amigos. El brillo en sus ojos pasó de la ilusión a la determinación.
-¿Crees que te vas a acordar de todo esto cuando seas grande? La reté.
 -Espero que siga con mis libros. Dijo y se río.
 De repente sentí, y creo que no me equivoqué, que mi interlocutora, de pelo crespo y gafas rosadas que mide 1,20 sabía más de la vida que yo, que mido, según la cédula, 1,65. 

-Sara Betancur 

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Esto también pasará

Eran tiempos de guerra y el rey, como todo buen rey, tenía que alistarse para ir a la batalla. Pero tenía miedo, la intranquilidad le zumbaba al oído como un zancudo en medio de la noche. Sabía que sus ejércitos estaban perdiendo en la frontera; los hombres habían dejado de llegar heridos a casa, y ahora, simplemente, no llegaban. 
Sin embargo, tenía muy claro que no podía dejar que el miedo le ganara a su valentía bien aprendida, ir y luchar era su deber, un deber que desde antes de nacer ya lo estaba esperando. ¿Con qué cara miraría sino a su pueblo, que había puesto en él el último hilito de esperanzas que aún guardaban en los cajones?
 Antes de partir decidió ir a ver a su consejero, Ashua, un anciano lleno de canas que contaban historias de hace ya muchos soles. Ashua era un hombre sabio, se lo notaba en los ojos. Luego de que el rey terminó de enumerar las infinitas preocupaciones que lo agobiaban frente a su viaje, él le sonrió paciente y le dijo, con esa voz suya de la que solo emanaban tranquilidad y experiencia: "guarda esto en tu anillo, cuando sientas que todo está perdido, ábrelo y míralo". Acto seguido le entregó un pedacito de papel, que había sido doblado muchas veces con el fin de encajar a la perfección debajo del anillo. El rey, obediente, lo guardó.
Cuando llegó a las montañas, la situación con la que se encontró superaba por mucho lo que había imaginado. El ejército contrario era cada vez más poderoso, mientras que el suyo, estaba a punto de ser derrotado. Los cadáveres, aún calientes, decoraban el piso como una alfombra. Sin embargo, la valentía de sus hombres era de admirar; seguían peleando, con sus espadas en mano y sus frentes en alto contra un enemigo que parecía un elefante, frente a ellos, unos simples ratones.
Sus arduos intentos por la victoria eran inútiles, el otro ejército no estaba dispuesto a retroceder ni un poco. El rey entró en pánico. Se imaginaba su pueblo en las cenizas, podía casi que oler el azufre que emanaba de la imagen de destrucción que se tejía en su cabeza. Ni los gritos de los niños y sus llantos descontrolados, que intentaban con ferver invadir sus oídos, podían silenciar la vocecita que se hacía cada vez más fuerte y clara, "estás perdido", le decía, como burlandose. Sintió entonces que era el momento de abrir el anillo. Desdobló el papel despacio, intentando controlar el temblor de sus manos sucias con lodo y sangre.
Cuando por fin el papelito recobró su tamaño inicial el rey se dispuso a leerlo, rápido, antes de que las lágrimas lograran invadir por completo sus ojos "Esto también pasará". rezaba una letra en tinta negra, que había sido escrita con demasiado cuidado. Ante tal escena de destrucción y muerte, ese pedacito de papel, parecía inmensamente blanco y puro.

-Sara Betancur 

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Sobrevivir a las primeras impresiones

Podría proponerle, que durante las tres horas que dura el trayecto montaña arriba, se dedique usted a contar la inmensidad de tonalidades que adquiere el verde en el paisaje, pero para qué ponerlo a intentar imposibles.  

Va a subir por una carretera que dice ser doble, pero no deje que lo engañe. Por ella solo podrían pasar dos carros de lado si su propósito fuera colisionar. Cuando finalmente llegue, se encontrará con un pueblo dormido, casi fantasmal. Que a diferencia de casi todos los pueblos cafeteros de Antioquia no tiene cantinas ni cafés en la plaza. A primera vista creerá que la alegría abandonó el lugar y si es usted de los que caen en las redes de las primeras impresiones el desánimo va a lograr convencerlo de que debe volver a empacar las maletas y dar marcha atrás.

Si por el contrario, no se deja atrapar, podrá enterarse de cosas como que la fuente, tan majestuosamente erguida en la mitad de la plaza, fue traída desde París; donde la empresa alemana que la diseñó tenía sede. Sus 70 piezas llegaron al pueblo a lomo de mula, siete meses después de haber tocado puerto. Fue la última fuente que diseñó la empresa, pues cuando explotó la Segunda Guerra Mundial sus propietarios, como Alemania misma, decidieron pasar del arte a las armas.

Sobrevivir las primeras impresiones le dará también la oportunidad de saber que el  quiosco en la esquina de la plaza, ese que está adornado de flores, fue construido para ser el sitio de premiación de un concurso de poesía organizado por los miembros de La tertulia literaria. Unos jóvenes de élite que después de haber estudiado en la Europa de la Ilustración habían  vuelto con ganas de compartir el amor por las Bellas Artes.  

Quizá llegue usted a saber sobre Don Fermín, el conquistador de estas montañas  o sobre los Cosoes y los Carrasca, las tribus que gobernaban el territorio 188 años atrás, antes de la colonización. Incluso, si tiene suerte, puede que le cuenten cómo se comían a sus enemigos.

Pero no, puede que no. Puede que no logre sobrevivir esa primera impresión por más que lo intente. Entonces, simplemente se dedicará a maravillarse con los colores que pintan estas tierras, o con las imponentes montañas que las protegen. Porque no sabrá más sobre el suelo que pisa, no logrará ver sus tesoros. Salamina será siempre para usted, que se deja llevar por las primeras impresiones, el pueblo fantasmal que vio en un principio. 

-Sara Betancur 


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