sábado, 7 de noviembre de 2015

De atardeceres y olvidos

Alguien me dijo alguna vez que hay primeras veces que no recordamos, creo que como ejemplo citó la primera vez que vemos la luna. 
He olvidado ya la primera vez que me quedé contemplando un atardecer. Tampoco sé cuándo habrá sido la primera vez que se me ocurrió que los finales tienen algo de atardeceres. Tengo, sin embargo, razones para creer que fue cuando mamá me habló de sus episodios de pánico. 
Le empezaron a dar cuando estábamos pequeñas. Eran tiempos en que papá viajaba mucho y ella se quedaba sola en la casa. Me contaba que sentía que algo la perseguía, que era como si la vida se le viniera encima con todo su peso y la ahogara. En terapias, descubrió después, que le pasaba justo cuando empezaba el atardecer y el día iba muriendo de a poco. Le dijeron entonces que tenía que ver con eso: que el atardecer le recordaba los finales porque era el final del día. Supongo que debió ser también por la oscuridad que lo enrarece todo y porque estaba sola con dos niñas que para ese entonces eran aún más frágiles.
Los atardeceres, pienso, tienen algo de poético. Me gusta encontrar referencias suyas en las cosas que leo, así estén gastadas o suenen a mentira. Por ejemplo, encontré, la primera vez que leí El Principito, un planeta tan pequeño que de tanto girar conseguía que uno viera el atardecer hasta 44 veces.

Me pregunto si hay alguien que se canse de mirar el atardecer; alguien que no encuentre nostálgico los colores que visten al cielo; alguien que no sienta añoranza cuando el viento de las 5 le revolotea cerca. 

De los atardeceres lo que más me gusta son los arreboles. La primera vez que supe que era así como se llamaban fue en una conversación con papá que tenía algo que ver con una canción de tango. Supongo que me gustan porque me parecen curiosas las nubes y su innegable parecido con el algodón de azúcar. 

Me perdí. 

Un momento. 

No recuerdo qué era lo que quería decir. 

Empecé pensando: "quiero escribir  algo sobre los atardeceres y la manera en la que hacen que los ojos se sientan enamorados". Pero me he perdido en tanta referencia. 

Me imagino que debía ser algo sobre como los atardeceres nos recuerdan lo inevitable de los finales y vuelven más real el imparable paso del tiempo. Pero realmente no lo sé. La tarde cae de a pocos frente a mi ventana y ha hecho que olvidé el momento y me devuelva a otros tiempos, de palabras ya pronunciadas. 

Prometo, sin embargo, que cuando lo recuerde, voy a escribírselos. 



Sara Betancur Carvajal 

lunes, 19 de octubre de 2015

Volar

Es el piso 27, la habitación del fondo. Las paredes son blancas y parecen no haber escuchado demasiadas conversaciones, están vacías. Desde el techo tres ojos de buey miran silenciosos.

El clóset, la cama, una lámpara sobre la mesita de noche  y dos ventanas. 
El miedo de que el frío de Bogotá se sienta bienvenido me impide siquiera subirles las cortinas. 

Hay una lejos, frente a la puerta, que no logro ver desde donde estoy. La otra, en cambio, la tengo al lado. El reflejo del exterior llega a mis ojos carente de nitidez; me parece estar viendo a través de un espejo empañado tras el primer baño de la mañana. Son las 5 de la tarde probablemente. El cielo está azul y dos hileras de nubes, ordenadas de memoria, le hacen compañía. 

Tengo la atención en otra parte cuando veo caer el primero. Pasa rápido como compitiendo con la brisa. Volteo enseguida la cabeza, abro los ojos: sé que lo vi. Pero ya no está. 

Espero. Los humanos y su extraña certeza de que todo siempre se repite. 

No pasa nada pero no desisto; me siento en la cama decidida a no perderme el próximo. Las cobijas despeinadas, las manos sobre las piernas y la mirada fija. La espalda, que ha quedado sin abrigo, se siente débil, descubierta.  

Me vuelvo de pronto consciente del inmenso silencio que ocupa la habitación. Me siento pequeña. Intento escuchar la ciudad que está abajo, afanada. Estoy a punto de volver a perderme cuando lo veo. Cae despacio, como sabiendo que lo estoy esperando, que quiero verlo. Se clava al infinito cual nadador desde su tabla junto a la piscina.  Las  alas a lado y lado. Firme, seguro, sin miedo. 

Los pájaros son valientes, pienso. 

Veo caer dos más  y me pregunto, sin que ellos me escuchen, si acaso caer será el primer paso para volar. 

Sara Betancur Carvajal

Instrucciones para enamorarse



Busque a alguien, el que sea. Que se le antoje bonito, loco o indescifrable.  

 (Si es usted amigo de la paciencia, intente buscar las tres)

Encuéntrelo a solas, mientras toma un café o escribe en la página de algún cuaderno algo que no debe olvidar. Es muy importante que no esté acompañado, en la soledad las máscaras son inútiles y las personas parecen más reales.

Divíselo a lo lejos y respire profundo cuantas veces necesite para alejar el miedo y las dudas. Camine despacio, como quien no quiere la cosa, como quien no muere de ansias. Siéntesele en frente y espere a que sus ojos se encuentren con los suyos.

No diga nada, no se adueñe del silencio; déjelo que flote. Despeje la mente de pretensiones y mírelo. Sostenga la mirada hasta que el alma le brille en los bordes de la pupila. Permita también que su propia alma se refleje en la suya.

Puede sentir quizá que el tiempo se detiene. No se asuste, es normal; el encuentro de las almas termina siempre por entorpecer un poco el acelerado paso del tiempo".



Sara Betancur

martes, 6 de octubre de 2015

Repisa de recuerdos


La primera vez que vi la foto debía tener unos 6 años. Estaba en la pieza de Victoria, en la parte de arriba de una repisa incrustada en la pared. Me parece que al lado había una mujer negra de vestido rojo que bailaba tango a la luz de un farol. Al fondo se veía el mar, gris, porque en ese entonces todavía no se conocían los colores y las cámaras. En primer plano estaba la abuela- antes de ser la abuela- de falda ancha y cintura angosta parada junto al abuelo que tenía unos ojos muy similares a los de ahora. No sé si eran felices, pero parecían. No sé si sabían en ese entonces que el tiempo pasaría tan rápido. No sé tampoco si era la primera vez que el mar los veía juntos.
La cámara la encontré después, mucho después, en otra repisa. Estaba en un rincón, también en la parte de arriba, en la biblioteca de Carlos. La vi cuando nos invitó a conocer su casa en el bosque que parecía salida de un cuento que papá nos leía por la noche cuando todavía no entendíamos el secreto de las silabas. Creo que debió sentirse sola y extraña en ese rincón encima de todos esos libros con nombres en francés. “Es la cámara de la luna de miel de los abuelos, me dijo Carlos cuando le señalé curiosa el aparato. La bajó para que la viera, para que comprobara yo misma, mirando por la rendija de arriba, que todavía servía a pesar de que estaba cubierta de polvo y los dos lentes se habían vuelto del color de la ceguera.
Ahora la cámara es mía y descansa en mi repisa. A veces la miro e intento imaginar las manos del extraño que la sostuvieron mientras los abuelos posaban y el mar silbaba infinito. La miro envidiosa de que los haya conocido en otro tiempo de sueños más jóvenes. Quisiera que hablara y me contara historias, me gustaría que me describiera la forma en la que se miraban los abuelos antes de saber que pasarían los siguientes 50 años juntos, antes de que vieran crecer los hijos, antes de que la vida llegara para cambiarlo todo.
Espero algún día, cuando los recuerdos tengan que ser repartidos porque juntos duelen demasiado, quedarme con la foto y ponerla junto a la cámara. Me gustaría reencontrarlas como a dos viejas amigas y escucharlas a escondidas mientras se susurran recuerdos ajenos.


Sara Betancur Carvajal 

jueves, 1 de octubre de 2015

El arte de suspender personajes

Este texto no es para los escritores, que tienen el punto y la coma y mueven las letras con la facilidad del niño para soñar imposibles. No es para ellos que por ratos -mientras escriben- son dueños de otros destinos. Este texto es para usted y para mí que leemos esos personajes que bailan al son de ritmos que no nos pertenecen.


Los libros capturan con letras a los personajes, los condenan a vivir y revivir la misma historia. Caminar los mismos senderos, enamorarse de la misma mujer, mirar por primera vez -un millar de veces- los mismos ojos cafés que parecen almendras. Entonces, cada vez que un nuevo lector se atreve a abrir la portada de un libro, los personajes, como buenos actores de teatro, se alistan el traje, se peinan el pelo y fingen desconocer las palabras exactas que hay entre la primera mayúscula y el obligatorio punto final.
La magia de leer recae precisamente en dejarse enredar por esa actuación de desconocimiento que forja la ilusión de que no todo está escrito, que nos hace parecer creadores de historias que nos son ajenas pero que leemos tan propias.
Aunque la labor del lector no es crear el personaje, sí es guiarlo a través de las páginas. Entre sus manos no tiene un trabajo fácil. El lector asume, desde la primera palabra, el deber de acompañar a los personajes mientras las hojas se van acabando. Entiende que ellos no pueden moverse solos, que necesitan de unos ojos que los lleven, como manos, a recorrer destinos que ya conocen. El lector entonces -el buen lector- está obligado a leerlos despacio, a seguirlos de cerca y escuchar el imaginario compás con la que laten sus corazones.
Debe hacerlo así y lo sabe. Debe hacerlo así porque solo de esa manera habrá valido la pena volver a recorrer los mismos escenarios como si se tratara de lugares extraños y desconocidos. Solo así la historia habrá logrado trascender de la última página, ya en blanco, en forma de memoria a pasear por lejanos horizontes.
Es en ese proceso de leer -de acompañar- que el lector se vuelve consciente de su capacidad de suspender personajes. Creo que ocurre después de que entiende que el ritmo de la historia se adapta a su ritmo propio (a las pausas que hace, a los puntos y aparte que pasa por alto), aunque bien puede ocurrir después.
No se trata de un descubrimiento estruendoso, es silencio y sutil, delicado y capaz de dibujar una sonrisa cómplice. Diría yo que sucede la primera vez que cerramos el libro y arrinconamos nuevamente las páginas, una junto a otra. Ahí detenemos la historia, oprimimos, sin oprimir, un botón de pausa, que no existe. Suspendemos los personajes que se quedan quietos como pedacitos de polvo flotando en el aire, forzados a esperar que el capricho de leer nos vuelva a palpitar en el alma.
A veces, les toca quedarse, pacientes, frente a la puerta de alguien al que temen ver; en el mar a merced de un pez que aún no han visto o en la eterna noche a la espera de una llamada. Otras veces, en cambio, tienen suerte y pueden reposar en el beso que esperaron durante 30 páginas.
Suspender personajes solo por suspender, porque el cansancio nos salió en bostezo o porque los parpados caen ante el peso de la noche, no es una gran hazaña. Les pasa, sí o sí, a todos los lectores. En cambio, el arte de suspender, solo es propio del buen lector.
Esos, que se saborean los libros, como dejándose seducir por el aroma que se esconde entre las páginas, no paran al azar a menos que se les escape de las manos. Esperan siempre un lugar seguro donde dejar al personaje; un punto entre las letras del que no pueda escapar, en el que se quede quieto y no tenga oportunidad de hacerse daño mientras no lo ven. Pero sobre todo, los que saben de suspender personajes, paran el libro para prolongar los buenos momentos.
Es como una estrategia, como una revolución en contra del tiempo. Con ello se niegan a que las páginas, que saben que faltan, devoren el momento esperado demasiado pronto. Detienen la historia para que no se quiebre, para que repose y sienta por un instante que no hay más acontecimientos esperándola. Es su manera de decir quiero que acabe aquí porque tengo miedo, miedo de que se dañe, de que me envuelva, miedo de que se me entre en el corazón y nunca más vuelva a salir.
Suspendemos los personajes reclamando una responsabilidad que realmente no queremos asumir. Lo hacemos para exigir potestad sobre el punto final que no nos pertenece. Sin vergüenza, lo hacemos para lavarnos las manos, para decirles a los personajes: “si fuera por mí hasta aquí iría la cosa”, para pedirles perdón de que la historia no acabe como ambos esperan, para dejarlos respirar mientras sonríen inocentes.
Lo hacemos sabiendo que con ello no vamos a lograr que la historia termine. No es un misterio que así suspendamos los personajes seis veces o solo dos, la historia va a continuar y acabara siempre como acabo la primera vez. Pero lo seguimos haciendo porque es la última herramienta que tiene el lector para luchar contra un final que inevitablemente lo acecha unas páginas adelante. Finalmente, El arte de suspender personajes, no es más que la oportunidad de sentir que la historia nos pertenece, aunque sea un poco, aunque sea efímero.



Sara Betancur Carvajal 



Todos los derechos reservados 

domingo, 13 de septiembre de 2015

“Pintar es volar”



Ángela está sentada en la silla, como siempre. Al frente tiene el caballete y la hoja pegada con cinta de enmascarar. Al lado izquierdo una tapa de Bon Yurt que juega a ser recipiente de agua, las acuarelas; amarrilla, naranja y café. Al derecho un trapo con restos de otras obras. 
-¿Lo corro más? Pregunta doña Adela. 
-Otro poquito. Responde Ángela moviendo la cabeza hacia la hoja para comprobar la distancia. 
Doña Adela acerca el caballete y le ofrece 4 pinceles en la mano. 
-¿Con cuál va a pintar hoy?
Ángela los mira, evalúa sus tamaños. Ha decidido hacer un caballo que la profesora Dora le mostró en la tablet. Lo primero que tiene que hacer es dividir el espacio y para eso utiliza figuras geométricas. En este caso, como solo es la cabeza del animal, tiene que hacer un círculo y dos triángulos. 
Lo mejor es el pequeño, decide, y acerca la boca al pincel de la mitad. 
Le gustaría cogerlo con la mano, la izquierda o la derecha, cualquiera. Pero tiene ambas sobre las piernas, como una niña a la que le han enseñado buenos modales. Al igual que los pies, están amarradas con un retazo de tela verde. El torso no escapa. También está sujeto a la silla de cuatro llantas con unas correas que parecen los cinturones de seguridad de una montaña rusa. 
Acomoda el pincel moviendo los dientes. No es un pincel común. Es una especie de figura fantástica. Como un centauro: mitad caballo, mitad hombre, o como una de las formas que le gusta pintar a Ángela: mitad árbol, mitad humano. Por un lado está la brocha, pero por el otro, la parte de arriba de un sharpie que perdió su tinta.
Baja la cabeza hacía al agua, unta el pincel y lo pasa por la acuarela. Controla los movimientos involuntarios de su cuello rebelde. Voltea a la derecha y lo limpia un poco en el trapo, no quiere que chorree sobre el lienzo. Lo levanta y lo pone frente a la hoja. A punto de tocarla para. Las manos y los pies no dejan de moverse, parecen espectadores impacientes. Ángela respira profundo, intenta calmar los temblores de su cuerpo, no está dispuesta a permitirles que le dañen el trazo. 
Los movimientos merman un poco y el pincel toca por fin la hoja; la recorre despacio. Una línea amarilla va apareciendo a su paso, es corta y frágil. No pasa mucho antes de que el pincel se seque y Ángela tenga que repetir el proceso de nuevo. 

El cerebro tiene infinidad de funciones, pero todas podrían dividirse en dos grandes grupos. Las habilidades motoras y las habilidades cognitivas. Ángela tiene las habilidades cognitivas intactas. En su mente es una mujer de 24 años común y corriente que se ríe de los chistes de doble sentido  y entiende las complicaciones de una cirugía. Pero la parte motora no le responde. Parece desconectada. Su cerebro lanza todo el tiempo impulsos sin propósito. Mueve los pies y las manos de Ángela como y cuando le da la gana. Ella da la pelea, intenta controlarlos, pero el cerebro es más fuerte y casi siempre gana. 
“Es una Cuadriparesia Espástica Severa”, explica Ana Cristina Galeano, directora de Artesas, la institución a la que Ángela asiste. Un nombre complejo para referirse a un problema complejo. Cuadri significa cuatro y se refiere a las cuatro extremidades del cuerpo: las manos y los pies. Paresia quiere decir que es parcial. Diferente a plejia que significa total. Parcial porque Ángela puede, a veces cuando el cerebro está cansado de batallar, moverse voluntariamente. Espástica significa rígida, lo que finalmente traduce que sus músculos no están relajados e impotentes, sino rígidos, como en un esfuerzo constante. Bueno, y de severa, no hay mucho que explicar. 
 
Cuadriparesia Espática Severa es el término médico para decir que la mente está atrapada en el cuerpo. 

No es una enfermedad genética. Se trata de una complicación prenatal. Es decir, que sucede al  momento del nacimiento, cuando por diferentes razones el bebé no alcanza a recibir en el cerebro la cantidad de oxigeno que necesita. Con Ángela no fue así. El parto, al igual que el embarazo, transcurrió sin complicaciones. El 17 de julio de 1990, faltando cinco minutos para las 12, Ángela María Rubio Quintero respiró el primer aliento de vida como un bebé común y corriente. El problema vino después. 

“Las enfermeras la colocaron boca abajo”, cuenta doña Adela con la resignación de un dolor que no ha encontrado respuestas en el paso de los años. Ese error, pequeño, lejano, le provocó a Ángela un paro respiratorio de media hora. “Cuando la revivieron me dijeron que había convulsionado y que ya no sería la misma”.  

A los cinco años, mientras un chico en algún lugar del planeta jugaba a construir mundos imaginarios, Ángela convulsionó por segunda vez. “Fue ahí cuando realmente supe la magnitud del problema”, explica doña Adela. 

Las vueltas no han parado desde entonces. Doña Adela ha tenido que buscar ayudas que el Estado no tiene, o que dice tener, pero que se quedan en escenarios de papel que no alcanzan magnitudes reales.

La única ayuda que pasó de ser idea a convertirse en realidad fue el subsidio de discapacidad que ofrece la Alcaldía. Pero para eso doña Adela tuvo que hacer una fila desde las 5 de la mañana hasta las 6 de la tarde en La Alpujarra. Mientras Ángela la esperaba en una cama incapaz de moverse, derramando lágrimas que gritaban hambre y sed. 

La experiencia les dejó dos cosas: una, el subsidio de la alcaldía, (120 mil pesos bimensuales) que aunque no alcanza para mucho, es algo. Y dos  la estrategia de los pajaritos. 

“Nos volvimos como pajaritos, explica Ángela, si ella sale y se va a demorar yo le pido que me marque dos veces al teléfono. Si en cambio está cerca solo me tiene que marcar una. Yo no puedo contestar pero al menos sé qué me espera, y estoy más tranquila”. 

Antes de toparse con el arte eso era todo lo que Ángela recibía al mes. Pero un día, como un encuentro inevitable planeado por el destino, Ángela descubrió lo que sería el motor de su  vida. 

Tenía 10 años. Era diciembre y mi mamá estaba sacando todo lo que no servía y en esas cosas había una cerámica empezada a pintar y se me ocurrió pedírsela. Ella la iba a botar porque tenía una rajada. Yo se la pedí y le dije que si me compraba vinilos y pinceles. Lo primero que pinté fueron manchones, pero vi que era capaz y seguí pintando”. 

La cerámica, una vaca pintada con machas irregulares de color pastel, está hoy al lado de la cama donde Ángela duerme. Parece un diploma alcanzado con esfuerzo. “Es una reliquia”, dice doña Adela. Y tiene la razón.  Esa vaca, que para quien no conozca la historia carece de todo sentido, tanto estético como trascendental, es el símbolo de la capacidad que se esconde en la palabra con la que el mundo califica a Ángela: discapacidad. Esa vaca es la prueba de que ella es más que el término médico que intenta encasillarla. 

Han venido muchos trabajos después de ese, cada uno mejor que el anterior. La casa de Ángela, un corredor largo y oscuro, es su propia galería de arte. En la sala hay cuatro cuadros. Todos de ella. El de la pared de la izquierda lo pintó a los 11 años. Son peces y mariposas nadando juntos en un océano de azul vinilo. Es el que más le gusta. "Me ofrecieron comprármelo, pero no. Tiene más valor que eso". El segundo de la pared de la derecha es un bodegón de flores. El que está más cerca de la entrada es un pájaro azul que sobrevuela un paisaje perteneciente a una realidad lejana e intangible. Y el último es un árbol con cinco pájaros en las puntas de sus ramas que esperan pacientes el fin del atardecer. 

El talento de Ángela no encontró apoyo en Colombia, pero sí en Suiza, donde por razones del destino conoció la Fundación de Pintores con la Boca y con el Pie, de la que ahora es miembro activo. Recibe un apoyo económico para sus estudios y envía obras dos veces al año. Participa en exposiciones fuera de las fronteras de un país en el que la palabra arte parece ajena. “Si alguien se enamora de un cuadro de ella, puede comprarlo. Cuenta doña Adela. Pasó una sola vez, le compraron una pintura por cinco millones ochocientos. La fundación le envía el 10 por ciento”. 

Aquí, en cambio, la situación es otra. También expone, a veces, en pequeños recintos que todavía creen en el arte. También hay gente enamorada de sus pinturas, por su puesto, pero es un amor que muere cuando Ángela propone los precios, (100 o 200 mil pesos). Finalmente seguimos siendo ciudadanos de mentes pequeñas en las que no cabe el verdadero valor del arte. 

Pero a Ángela no la afecta. No le importa lo que la gente piense de sus pinturas, ni  el sudor que baja por su cuello a cada pincelada. Ignora las sacudidas que da su cuerpo sin avisarle. Hace caso omiso y sigue pintando, trazando un mundo que está en su cabeza y que nadie más que ella puede ver en totalidad.

“Pintar es volar” dice, porque es eso lo que hace. Ángela vuela con alas hechas de vinilo que le salen invisibles a los lados de la silla de ruedas. Vuela por paisajes de colores que nacen en cada pincelada de imaginación, que su boca y el pincel, como dos cómplices de viejos tiempos, plasman sobre el lienzo. 






Sara Betancur Carvajal 

lunes, 7 de septiembre de 2015

Como una sombra


Cuando era pequeña mi mamá manejaba con un cojín en la espalda. Quería estar lo más cerca del volante que le fuera posible. La hacía sentir segura. Como era bajita se consiguió el cojín.
– ¿Es difícil manejar? Le preguntaba yo siempre. –No, me respondía ella mirando al frente, es solo difícil al principio. Después se te vuelve de memoria.
El problema con las cosas que se vuelven de memoria es que uno ya no las piensa, no son actos conscientes. Suceden en un ...lugar de la cabeza que está escondido. En la parte de atrás, creo.
Hay muchas rutas para llegar a casa. He probado casi todas. Pero la que más me gusta es la del puente. Me siento en otro lugar, lejos. Cuando lo recorro de un lado al otro y las luces en lo alto van quedando atrás me parece que el cielo se ve más bonito.
La autopista se sentía inútil recorrida por tanto silencio. Me parece loco cómo la ciudad cambia. Es como si el sol la agitara, la llenara de afán. Luego, de noche, es otra cosa. No había luna, creo, no sé, no miré, estaba ocupada cantando.
Cerré las ventanas porque hacía frio y porque el ruido del viento me molesta a veces. Me suena parecido a cuando el televisor se daña y la imagen se la comen unos puntitos blancos y negros. Fui demasiado consciente de que estaba sola y le subí a la música. Era una canción viejísima, de cuando tenía las manos más pequeñas.
Para coger el puente hay que dar una curva. Una curva grande, que parece el tramo de una escalera en espiral. No me acuerdo a cuánto iba cuando la cogí, no me acuerdo si quiera si todavía sonaba la misma canción o había pasado otra. Manejaba de memoria.
Creo que lo primero que vi fue la bicicleta. O tal vez fueron los ojos. Estaban abiertos de par en par, no sé si llenos de miedo o de sorpresa. Creo que él tampoco. Pero diría que era una mezcla exacta de ambas cosas.
El movimiento del carro me recordó al del carrito de monedas que había siempre afuera del supermercado donde de pequeña acompaña a mamá a mercar. Fue como si saltara, pero no como se salta cuando se tiene la intención de volar, sino como se salta cuando quiere uno desafiar la solidez del suelo. Algo se rompió abajo, como la cascara de un huevo. Frágil y para siempre.
Frené después, las llantas chillaron, nerviosas. Me entró de repente un frío como de otro tiempo. Un sabor a pánico me recorrió la boca. Me obligué a mirar por el retrovisor, no quería. La curva estaba atrás, siniestra, cómplice. No pasó nada me dije, no pasó nada. Pero ahí estaba, podía verla. Junto a la bicicleta, tendida en el suelo, una masa inerte como una sombra.



Sara Betancur




Todos los derechos reservados.

lunes, 31 de agosto de 2015

Un viento de otro norte

El lugar era el mismo. La forma del techo del balcón arrinconaba la luz y le ponía límites en línea recta sobre el suelo. Las mesas en los mismos sitios, como lunares condenados a nunca moverse.
Me senté en la esquina, como aquella vez. Me parece ahora que hay algo de anhelo en las costumbres. La matita del lado se había vestido de un verde primaveral. No como cuando vinimos. Esa vez estaba dormida. Ahora tenía todas las hojas despiertas y juntas, como pájaros que intentan darse calor.
Eran cuatro, las conté. En la primera, la que queda cerca del pasillo, estaban dos mujeres distraídas en sus celulares. Al lado de la mía no había nadie, pero en la que quedaba diagonal, una pareja se miraba a los ojos y sonreía. No los miré demasiado tiempo. Hubiera terminado encontrándoles similitudes y me hubiese perdido como si estuviera viendo la película de lo que pudo ser. Además, ya sabes que mirar por demasiado tiempo, siempre termina pareciendo un acto de mala educación.  
El mesero me saludó, creo que me reconoció. Estar sentada en el mismo lugar, fue una pista demasiado contundente. Me preguntó si esperaba a alguien y me quedé callada, no supe responderle. ¿Esperaba a alguien? Me pregunté mientras él me miraba en silencio. No, le dije. La persona a la que esperaba no iba a necesitar de otro mantel, ni de un par adicional de cubiertos. Pregunta mal, quise indicarle cuando lo vi alejarse en busca del té que le había pedido, debe preguntar si viene alguien más, no si espero a alguien. Ambas preguntas no caben en la misma respuesta.
Tomé  el té con pitillo y sin darme cuenta. Cuando lo terminé, no quedaba ya nadie en ninguna de las cuatro mesas y los bordes de la luz en el suelo habían perdido la rigidez. Por un segundo me perdí mirando al frente, a la silla vacía, y me pareció ver el humo de tu cigarrillo flotando, como atrapado. Me recordó a alguien que no se mueve porque tiene miedo de que todo cambie.
Pero no había ni humo ni cigarrillo. No era más que la ilusión de un recuerdo que intentó materializarse. Me vino a la memoria un poema que leí hace ya mucho tiempo, cuando tenía la mente más joven. Hablaba sobre los lugares en los que dos personas coinciden sin saberlo. Los tactos que se sobreponen inocentes, como parte del juego del destino, del que conocemos tan poco. Sentí que esa silla guardaba aún algo de tu esencia, que el eco de las risas pasadas había logrado aferrársele a la piel.
Cerré y abrí los ojos dos veces, con fuerza. Como sabes que hago siempre que un pensamiento amenaza con salírseme de la cabeza. Es inevitable pensé, es inevitable esperar. Retirarse, dejar de buscar, aceptar, negar, correr, quedarse. Todas son decisiones que dependen de nosotros. Pero esperar, no. Esperar no nos pertenece. Esperar es una decisión del alma y como todo lo que tiene que ver con el alma, escapa a toda orden.

Finalmente no somos tan diferentes de los árboles, me dije. Podemos movernos, sí. Pero, como ellos, parecemos estar siempre esperando algo ajeno a nosotros mismos. Un viento quizá, que venga de otro norte. O un soplo de cinco de la tarde que suene a esperanza cuando se mezcle entre las hojas.  




Sara Betancur Carvajal 





Todos los derechos reservados 

martes, 21 de julio de 2015

Dos ventanas, un sueño

El viento se ha ido de vacaciones. La noche negra, el calor infernal, las ventanas de las casas abiertas de par en par en una súplica silenciosa. Ella parada junto a la suya, con los mismos ojos curiosos que ha tenido siempre. En frente otra ventana, cerrada. Debe ser la única, se dice, la única en el mundo. 
En la repisa hay un vaso que ha querido jugar a los disfraces y hace de florero; en él una flor amarilla como la de un guayacán solo que más pequeña y menos real; al lado una lámpara de vela, sin vela, sin luz; de vidrio verde y con unos arabescos que le recuerdan a los vitrales de una iglesia. Los destellos de luz que se desprenden del televisor encendido, como cada lunes por la noche, le dan forma al espacio.
Si se queda sentada, donde está, no puede ver nada más. Curiosa se levanta un poco, despacio, con cuidado de no hacer ruido; como si pudieran escucharla, como si el sonido pudiera quebrar el momento.
Ahora puede verlo. La mujer parece concentrada, el hombre en cambio parece estarle diciendo todas las palabras que se sabe. Ella no puede escucharlas, pero se las imagina. Hay un momento en el que los dos se miran, como si existiera entre ellos un puente capaz de escapar a la realidad. Ella parpadea, dos veces. El, ni una sola. Luego se acercan, de a pocos, como quien camina sobre un sueño y se besan justo antes de que la pantalla se funda en negro y aparezcan los créditos bailando de abajo para arriba. 
El hombre, sentado en un sofá que en la oscuridad parece no tener color alguno, toma con potestad el control y hace que las bailarinas letras desaparezcan. La luz que entra por la ventana es ahora lo único que permite ver la escena, que a la sombra parece más joven. El hombre del sofá se para, acomoda su pantalón y pone las manos a ambos lados de su cabeza. Le parece, a ella, que quisiera taparse los oídos para que no se le salgan a chorros los pensamientos. Cierra los ojos con fuerza y cuando vuelve a abrirlos baja de nuevo los brazos y camina arrastrando los pies, como si la vida le pesara, hasta que sale de la habitación.

La mujer en la ventana vuelve a sentarse. Entrecierra los ojos en un esfuerzo sutil por encontrar las ideas. Las caras de los personajes del televisor se le dibujan en la memoria. Le parece que ya los ha visto, en otra parte, en otra vida. No sabe por qué, pero tiene la sensación de que los conoce de algún lado. Parpadea varias veces para ahuyentar la duda, pero la pregunta no se va,  permanece ahí como la última esencia de un sabor que se niega a abandonar la boca.



Sara Betancur Carvajal 

lunes, 8 de junio de 2015

La luna baila



A Andrés, gracias por direccionar mis ojos. 


Los grillos cantan la misma canción de todos los tiempos. Del ruido de la ciudad no se escucha ni el eco. Las montañas insinuadas, las casas que se han vuelto titilos de estrellas y las adornan. La noche negra. ¿Hasta dónde llega el horizonte? 
El rojo resplandor que las nubes esconden, sutiles, como un buen secreto que se asoma en una cómplice sonrisa. Él, en silencio y atento, la mira. Ella, distante, le devuelve la mirada con esos ojos que ya lo han visto todo. Parece que bailaran. Las caprichosas montañas la dejan ir y ella brilla libre, está a sus anchas en el inmenso cielo que es suyo. De pronto, deja de ser ese esbozo de un resplandor ajeno y va tomando forma, como coqueteándole y él no puede mas que seguirla, recorrer con los ojos su camino. Ya no mira nada más, la mente se le despeja como el cielo y la boca inevitablemente se le abre con asombro. Sonríe. Ella que solo brilla, roja como los labios perfectamente pintados de una mujer que intenta coquetearle a la vida, le recuerda de pronto lo pequeños e insignificantes que somos. Intenta retratarla inútilmente con el lente de su cámara, pero ella no se deja. Entonces se limita a detallarla, toda, despacio. La fotografía con los ojos que agradecen poder verla por primera vez sin el vidrio de las gafas que antes los separaba. 
Las siluetas se intensifican, la luna baila más despacio. No tiene afanes, las siguientes horas son suyas; el mundo la espera, y ella, a sabiendas de su redonda belleza, se hace esperar. Aunque sabe que no puede, quisiera alcanzarla, bailar con ella, probar a qué sabe esa voz que solo escuchan las estrellas.


Sara a Betancur Carvajal 




Todos los derechos reservados. 

lunes, 18 de mayo de 2015

De llaves y recuerdos

La llave no entra. Ya le dio vueltas, ya la forzó, pero no entra. Tiró la caja, como siempre. Como cada primer domingo del mes. 

Sigue tan cerrada como antes o incluso más, ¿aumenta el tiempo la fuerza del candado o la reduce? Seis meses y seis intentos parecen apuntar a que la aumenta. O puede que no. Puede que sea la llave. Nada abre sin la llave correcta, sin importar cuanto tiempo pase, sin importar si se debilita o se fortalece. 

La fuerza con la que el candado protege la caja contradice la debilidad con la que su mente intenta recordar lo que hay guardado en ella. El tiempo es un borrador y la memoria está escrita a lápiz. 

Sabe que podría dañarla, coger un cuchillo y abrirla por un lado. Pero no quiere. Quiere que la llave aparezca el día que tenga que aparecer. No quiere retar a la suerte y terminar abriendo recuerdos el día incorrecto. Quiere que cuando por fin el candado ceda, sea culpa de la vida y no de ella.

Él le escribía, no mucho, ni todo el tiempo. Pero ocasionalmente encontraba notas en los bolsos, debajo de la puerta o en la almohada. No eran actas ni poemas. Eran frases sencillas, escritas a la ligera. Letras con alma de palabras. Las leía siempre más de una vez, sonreía y las metía con cuidado dentro de la caja.

Hubo un tiempo en el que cambió las letras por dibujos. Entró a unas clases que encontró por internet y todos los miércoles a las seis le hacía garabatos a lápiz mientras el profesor explicaba la técnica del día. Le dibujaba dinosaurios y toda clase de cosas sin sentido que ella creía comprender. Como si se dijeran secretos sin saberlo a través de esos dibujos que parecían hechos al azar. Esos también los guardaba.

Cree que también guardó uno que otro caucho que el categorizó de anillo y que le entregó de rodillas, como debe ser. No sabe cuántos fueron, no se acuerda cuántas veces le dijo que sí. Pero tiene de algún modo la certeza de que fueron muchas. 

Hay más cosas, está segura, como quien sabe que afuera llueve solo por el leve sonido que deja la gota cuando besa el techo. Pero no puede comprobarlo porque cerró la caja. 

Siempre fue un hombre libre, él, con los pies en el cielo. Siempre quiso viajar y soñar otros sueños en ajenos horizontes. Parecía un colibrí, le decía ella, siempre queriendo escapar como si todo fuera para él una jaula. Se demoró, porque la libertad se acostumbra al encierro, pero finalmente se acuerda de su esencia y le vuelven a salir alas. A él también le pasó, se acostumbró un rato, dibujó, escribió, la cogió de la mano cuando acariciaban juntos las aceras y luego un día, por la tarde, se despidió de ella. Me voy, le dijo. Ya sé, respondió ella. Siempre lo supo. 

Quiso guardarlo también a él en la caja ese día, pero no hubiera cabido. 

Temió que los recuerdos de la caja se fueran también con él y la cerró con un candado. La llave la botó al a basura. Aunque si alguien le pregunta dice que la ahogó en el mar. 

Al principio estuvo tranquila, construyó la certeza de que dentro de la caja también estaba él. Pero los días fueron pasando y empezó a sentirse mortificada. Ya no recordaba si se le hacían huequitos en los cachetes cuando se reía; empezó a olvidar la forma en la que él parpadeaba cuando hablaban del destino. Quiso desesperadamente sacarlo de la caja. Volver a encontrarlo ahí, como lo había dejado. Recordarlo con pruebas, para estar segura de que había sido real. 

Pero tenía miedo de las mismas cosas. De abrir la caja y no verlo, de que los recuerdos sin él, no fueran más que papeles mal doblados y guardados a la fuerza. 

Se le ocurrió entonces un plan. Compraría una llave el primer domingo de cada mes e intentaría abrir el candado. Parecía bastante útil en ese primer momento, ahora no lo parecía tanto. Ya Había ido a ferias, a almacenes de objetos inútiles, a almacenes de objetos útiles. Incluso, había encontrado una que otra escondida en el desorden. Pero, al igual que esta, ninguna había abierto el candado. 

Al parecer abril tampoco era el mes para recordar. Ya vendrá mayo, se dijo. Recogió la caja y la subió nuevamente a la repisa. 


Sara Betancur Carvajal




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miércoles, 29 de abril de 2015

Miedo

La banca se mecía con la cálida brisa de agosto. Era martes y no había en el parque nadie más que ellos.

Ella tenía su vestido de flores favorito y en los pies, que no alcanzaban el piso, llevaba unos zapatos blancos, como siempre. Él por su parte vestía una camisa naranja,  como las hojas de los árboles que adornaban el suelo, o como una de las flores del vestido de ella. Sus zapatos también eran blancos.

Ambos miraban al horizonte como perdidos en otra cosa, en otro mundo. De pronto ella, sin mirarlo, le dijo: -Había algo que quería preguntarte…

-Yo también. Repuso él enseguida, como si todo ese tiempo hubiera estado esperado el momento oportuno para romper el sutil silencio que vestía la tarde.

Ella lo miró con ojos de asombró que no alcanzaban a comprender la delicada manera con la que él se había robado el mando de la conversación.

Él advirtió su mirada de reojo y habló de inmediato, consciente de que si no lo hacía volvería a perder el trono sobre el rumbo de las palabras. -¿Qué es el miedo? Le preguntó.

Pero ella no se contuvo, no estaba dispuesta a perder aún.

-¡Qué manía la tuya!, -señaló, frunciendo las cejas- siempre desorganizándome las conversaciones. Es de mala educación, ¿sabías?

Él reprimió la sonrisa y volteó a mirarla, con las cejas también fruncidas, imitándola.

-Pero que manía la tuya, empezó a decir, de planear siempre las conversaciones. Es parte de mala educación con la espontaneidad, ¿sabías?

Ella intentó permanecer sería, pero sus labios, delatores, se inclinaron hacía arriba. Queriendo ocultar la derrota, afirmó: -No, no sé qué es el miedo.

-¿Cómo que no sabes? Preguntó el fingiendo asombro.
-Sí, no sé. ¿Acaso tengo que saberlo todo? Repuso ella, defendiéndose, recordándose que si se dejaba del desespero entonces él habría ganado.

-Yo creía que sí Helena. Me has decepcionado. Refutó él y su voz simulaba decepción mientras su mirada evidenciaba travesura.

Ella se rindió y volteó los ojos, entonces él le besó en la frente.

Siempre era así, le gustaba dejarla al borde de la rabia y luego devolverla de un beso. Era su forma de decir te quiero.

-¿Acaso sabes tú qué es el miedo? Curioseó ella, felizmente derrotada.
-Creo que el miedo es sentirse incapaz ante algo. Sentirse diminuto, insignificante, inútil. Respondió él y sus palabras se tropezaron con la frente de ella.

El viento sopló de nuevo y arrastró al silencio de regreso. 

-¿A qué le tienes miedo? Preguntó finalmente él, que ya la miraba a los ojos.
-A la muerte. Reconoció ella, como quien recita un poema aprendido de memoria. -¿Y tú?

Él la miro un instante en el que pareció que intentaba memorizarla, como si quisiera luego dibujarla en alguna parte. -Al amor. Le dijo con suavidad.

En los labios de ella se dibujó una sonrisa y su voz sonó incrédula cuando le preguntó: -¿Al amor? ¿Cómo puedes tenerle miedo al amor?

– ¿Cómo puedes no tenerle miedo? Respondió él, todavía mirándola.





Sara Betancur Carvajal


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domingo, 5 de abril de 2015

William y la cajita azul


A todos los que aún creemos 
que soñar vale la pena. 



William era un hombre solo. Desayunaba cereal y leía siempre las mismas cinco páginas de la misma sección del mismo periódico. No tenía mascotas; era alérgico a los gatos y los perros le habían dejado una cicatriz de mordedura en la mano derecha. Vivía en una casa pequeña, sin cuadros ni fotos, con una cocina funcional y un comedor de dos puestos. No tenía marcas alrededor de la boca porque jamás había reído demasiado, ni había manchas de tinta, causadas por lágrimas, en ninguna de sus cartas. 
Había crecido en una familia común: hijo único, dos padres que trabajaban en horarios de oficina, la misma torta de vainilla todos los cumpleaños. De niño no había tenido amigos, ni enemigos, ni superhéroe favorito. 
William tenía un trabajo de sueldo modesto. Salía de casa todos los días a la misma hora y regresaba siempre a las 5. Tenía un tiempo justo para comer, desayunar y almorzar….Perdón, así no era: para desayunar, almorzar y comer. A William le gustaban las cosas en orden. 
Como desconfiaba de la gente, había aprendido a cocinar para no tener que contratar a nadie que lo hiciera por él, lo mismo que a coser los ruedos de sus pantalones y a arrancar la maleza de su pequeño y simple jardín. 
Un domingo en el que no llovió, William había salido temprano, a la hora justa que marcaba su horario pegado en la nevera, a   -como decía la casilla- “arreglar el jardín”. 
Guantes de látex desinfectados y un cortador amarillo que había comprado con un cupón, hacía un mes. Empezó por el lado derecho, porque era diestro. Meticulosamente cortaba cada hoja podrida que se encontraba en su camino. Justo cuando iba por el medio, el cortador amarillo se le resbaló de los guantes y fue a parar en la tierra. William se sobresaltó, nunca se le había caído el cortador amarillo, ni ningún otro cortador. 
Aún impactado se inclinó a recogerlo y vio que de la tierra sobresalía una punta azul que el cortador parecía haber hecho florecer. Se quedó mirando el pedazo de objeto incapaz de decidir qué era lo siguiente que debía hacer. A William lo desconcertaban las sorpresas. Después de un rato de cálculos mentales decidió que lo mejor era sacarla de ahí, no porque sintiera curiosidad por la pequeña punta azul, sino porque sentía que hacía que su jardín se viera desordenado, y a William le gustaban las cosas en orden. 
Despacio, como quien no quiere la cosa, movió un poco la tierra y sacó la punta que resultó siendo una diminuta cajita azul. El asombro intentó dibujarse en sus ojos, pero como hacía tanto tiempo que no lo intentaba, solo consiguió una mala imitación de lo que hubiera sido, en otros ojos, una mirada estupefacta. 
William abrió la caja, porque era un hombre de procedimientos y abrirla era el siguiente paso. Dentro había un papel que en otro tiempo había sido blanco, doblado con sutileza. Tercer paso: desdoblar el papel. Tomó una esquina, como si de desarmar una bomba se tratara, y deshizo el memorizado doblez de la hoja. 
Unas letras negras, escritas a mano, aparecieron ante sus ojos. “Instrucciones” rezaban las primeras que estaban justo debajo del borde superior de la hoja. Más abajo, luego de un renglón de cortesía, se empezaban a enumerar, uno a uno, los pasos para construir una máquina de los sueños. William lo descubrió cuando llegó al final: “10. Presione el botón que ubicó en el paso 5 para poner en marcha su propia máquina de los sueños” decía y después había un punto. Su mirada recordó de pronto cómo ser estupefacta. “¿Una máquina de los sueños?” se preguntó William, “¿es eso posible?”. No cabía dentro de sus organizadas ideas aquella invención que parecía tan ilógica, era incapaz de recordar la última vez que había soñado algo. 
William había llegado al mundo luego de que su madre perdiera dos bebés. Como parecía casi un milagro, ella creía que él era más una hoja papel mantequilla que un niño de carne y hueso. Nunca lo dejó leer libros, porque el papel podía cortarle los diminutos y tiernos deditos. No le gustaba tampoco que viera la televisión, porque temía que sus frágiles retinas no pudieran soportarlo. Mantenía siempre cerca una caja de pañitos y dos botellas de desinfectante, absolutamente segura de que el mugre le traería a William una enfermedad mortal. 
William creció entonces educado para pensar con sensatez y moverse con cautela. Jamás tuvo la posibilidad de soñar, porque cada idea salida de lo común que se le ocurría era rechazada por un discurso de su madre de cómo las ideas habían matado a miles de personas a lo largo de la historia.
Al principio William se resistía y rayaba las paredes, con lápices de colores, en los rincones donde la mirada de su madre no llegaba, o robaba de vez en cuando la funda verde de la almohada y jugaba a que era su capa. Incluso a veces saltaba de la cama, con cuidado de no hacer mucho ruido, y volaba durante algunos segundos antes de aterrizar en el suelo. Pero eso no le duró mucho, pronto William dejó de sentir curiosidad, como un diabético al que tanto prohibirle el dulce hace que se le olvide su sabor. 
De pronto, ahí  sentado en la tierra, con sus guantes de látex que sostenían el diminuto papel, William sintió una especie de emoción infantil, como si hubiera descubierto algo que nadie más sabía, como si un secreto lo estuviera mirando a los ojos. Los recuerdos de niños jugando afuera llegaron a él, junto con los sonidos de las risas borrachas de sus vecinos de cuarto en la universidad y las miradas furtivas de las chicas, de las que siempre había intentado huir. Volvieron, como pequeñas ráfagas de viento, todos los instantes en los que la curiosidad le había picado el ojo. Y lo supo, sin planes ni horarios pegados a la nevera, como una certeza apremiante que se vestía de plan: iba a construir esa máquina de los sueños. Estaba decidido. 




Sara Betancur Carvajal 

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