domingo, 15 de marzo de 2015

De despedidas y otros demonios




A Camila, 

Gracias por prestarme este pedacito de memoria,
espero que cada letra honre tu recuerdo. 



No quería ir. "Los aeropuertos me marean" le había dicho. "¿Qué?, ¿Cómo que te marean?”  Había preguntado él, con las cejas arqueadas a todo lo que le daban. "Sí, me marean. Me marea ese olor tan dulzón que siempre tienen", respondió ella. “¿Olor? ¿Cuál olor? Los aeropuertos no huelen a nada”, reprochó él. “Sí” afirmó ella, “huelen a adiós”.

Ese día por la mañana los dos se levantaron, aunque no sé hasta qué punto puede uno levantarse cuando no ha dormido nada. Ninguno quiso desayunar. Ella prendió la plancha y empezó a peinarse el pelo; él bajo a la sala a leer el periódico. Ambos se enfrascaron en la rutina intentando huir de la realidad que pronto se volvería tan turbulenta. Pensaban, inocentes, que si actuaban como si nada pasara, entonces quizá nada pasaría.

Cuando tocó el timbre, él abrió la puerta. Se saludaron con un beso que sabía a costumbre y ninguno actuó como si sintiera un inmenso vacío en la boca del estómago. Subieron las escalas en silencio y entraron al cuarto de él, que con todas esas cajas, parecía más una bodega que una habitación. La facilidad con que las cosas cambian. Ella se sentó en la cama mientras él sacaba de a pocos la ropa que aún colgaba del armario.

"No sé" le dijo cuando él le mostró un blazer que hacía poco habían comprado juntos. "Bueno, pero ¿qué opinas? ¿Lo guardo o lo dejo?" "No sé" volvió a decir ella con la mirada perdida. "Gracias" apuntó él, exasperado, y lo guardó. 

No era grosería, no era falta de ganas de ayudar, era desconocimiento real, indecisión pura. ¿Cómo va uno a saber qué ropa necesita para vivir en un país en guerra? ¿Se ponen blazer los pilotos de los aviones justo después de haber sobrevivido a una misión? ¿Hay siquiera ocasión para pensar en qué ponerse cuando tiene uno que salir corriendo porque la radio anuncia que cerca de la casa hay posibilidades de un ataque enemigo? Son preguntas para las que la mente no ha sido educada, son preguntas que no tienen más respuesta que un no sé. 

Siguieron empacando en silencio, él pensando en todas las cosas que le generaban miedo de volver, y ella pensando en todo lo que iba extrañar de él.

Justo antes de cerrar la maleta le hizo señas para que lo esperara y bajó al cuarto de lavado a recoger una camisa que por poco olvida. Subió con ella en la mano y la guardó en un rinconcito que aún había en la maleta.

A ella se le iluminó la cara, era la camisa que le había regalado. Se acordó de pronto del día en que iban caminando y él la tenía puesta. Estaban hablando del futuro, como hacían siempre, como si fuera plastilina fácil de moldear. "Cuando nos casemos…" había empezado a decir él y ella había sonreído con los ojos. 

Tantos planes, tan poca realidad. 

El problema de la juventud es que nada parece merecer el carácter de definitivo, vive uno en una transición pasajera de sucesos, nada parece capaz de durar para siempre: ni una decisión, ni un problema, ni un adiós. A excepción del amor, a veces, todas las cosas parece que sencillamente pasan. 

Hablaron de nada mientras almorzaban juntos en el McDonald’s que había en la esquina. "No nos vamos muy lejos" había dicho él, "el taxi debe llegar pronto".  A ella se le ocurrió entonces esa esquina, que así de insípida como era, guardaba infinidad de recuerdos que jamás contaría. 

El pidió lo de siempre, ella también. Los dos comieron sin ganas. No sabían qué decir, nadie ha inventado todavía un manual de buenas despedidas, así que todos estamos sujetos a la emoción del momento que siempre nos paraliza de una u otra manera. Hubo un instante en el que ella se quedó mirándolo mientras que él hundía una papa en el tarrito de la mayonesa. Y fue ahí, en ese momento tan común, tan inmensamente corriente, que sintió ganas de guardarlo en una cajita, de no dejarlo ir nunca. Pero no hizo nada, se limitó a coger otra papa y llenarla también de salsa. 

Cuando se acabó la excusa de la comida y solo quedaron ellos dos en la mesa, sin nada más en que concentrar su atención, el corazón de ambos volvió a latir con fuerza. Parecía querer salírseles del pecho, como en un intento desesperado de alcanzar al del otro, de rosarlo un poco, de rogarle que se quedara ahí, cerca. Él le cogió las dos manos con las suyas y le acarició los anillos suavemente; la mantarraya en la mano derecha, y la mariposa en la izquierda. Ella intentó sonreír, pero la tristeza la alcanzó primero.
  
"Ya puedes abrirlos" había dicho él poniéndole algo en las manos. Eran dos anillos. "¿Una mariposa y una mantarraya?" Preguntó extrañada al verlos. Él levantó los hombros como si no entendiera su confusión. "Es una contradicción, ¿no te parece? ¿Cómo puedo tener una mariposa y al mismo tiempo una mantarraya?" No lograba imaginarse dos cosas tan opuestas en dos manos tan juntas. "¿Por qué no? Tú también eres una contradicción constante y yo veo que hasta ahora has sobrevivido bastante bien contigo misma" le había respondido él riéndose. Ella se había hecho la enojada, solo para que él la abrazara fuerte como siempre hacía.

Cuanto quisiera hacerse la enojada ahora, pero le parecía que en ese momento su enojo no iba a generar la misma reacción. 

Se pararon de la mesa y volvieron caminando de la mano hasta la casa, se sentaron en la sala, uno al lado del otro, con la maleta en frente cómo una alarma dispuesta a recordarles que pronto tenían que despertar. Ahora le parecía que la maleta era horrible, que el color era feo, que la forma no tenía sentido, que era demasiado grande, demasiado inútil. No podía recordar un solo motivo por el cual la había elegido.

"¿No te ibas a quedar cuatro años? ¿No me dijiste que ibas a estudiar la universidad aquí? ¿Qué pasó con eso?" Le reprochó mientras recorrían el almacén buscándola. Él se sorprendió, no lo había visto venir aunque lo estaba esperando. "Ya te dije, las cosas no dependen solo de mí. Sí, ese era mi plan, pero poco importa el plan de una estúpida persona cuando todo un país entra en plan de guerra. Ya no eres una persona, te vuelves un país. Y si tu país te necesita vas, entonces voy”. Le había respondido él, enfático. Ella sintió ganas de llorar, de alegarle que si una persona era estúpida una guerra lo era más, de reprocharle todo, de darle mil razones por las que esa era una mala decisión.  Como si él no lo supiera, como si toda esa rabia que emanaban de sus palabras no fuera más que un mecanismo de defensa. Como si él no tuviera miedo, como si quisiera irse.

Después de ese día ninguno de los dos había discutido más sobre el tema, lo habían hecho a un lado como a un bolso viejo que no hay donde ponerlo, pero que no se puede botar. 

El sonido del timbre interrumpió el silencio. Era el taxista, estaba esperando afuera. La realidad cobró de pronto una forma demasiado nítida. Abandonó su lejanía para posicionarse en una cercanía asfixiante.

Bajaron las escalas juntos, ella con el abrigo de él y él con la maleta. Abrieron el protón y se pararon frente a la puerta del taxi. 
-Me voy. Dijo él 
-Ya sé. Respondió ella, incapaz de hacer pasar por el nudo de su garganta más que esas dos palabras que no decían nada y querían decirlo todo. 

La abrazó y la besó en la frente, como siempre hacía.

El taxi comenzó a alejarse despacio. Él volteó la cabeza para poder mirarla por el vidrío de atrás, parecía estar memorizándola. Ella lo miró también con unos ojos que intentaban retener las lágrimas, como intenta un diminuto muro de concreto retener la fuerza de una represa.

El sol caía en el horizonte, pero ninguno de los dos le ponía atención. Estaban demasiado ocupados mirando al otro como para darse cuenta de que esa, era la última vez que lo verían caer al mismo tiempo.




Sara Betancur Carvajal





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