domingo, 5 de abril de 2015

William y la cajita azul


A todos los que aún creemos 
que soñar vale la pena. 



William era un hombre solo. Desayunaba cereal y leía siempre las mismas cinco páginas de la misma sección del mismo periódico. No tenía mascotas; era alérgico a los gatos y los perros le habían dejado una cicatriz de mordedura en la mano derecha. Vivía en una casa pequeña, sin cuadros ni fotos, con una cocina funcional y un comedor de dos puestos. No tenía marcas alrededor de la boca porque jamás había reído demasiado, ni había manchas de tinta, causadas por lágrimas, en ninguna de sus cartas. 
Había crecido en una familia común: hijo único, dos padres que trabajaban en horarios de oficina, la misma torta de vainilla todos los cumpleaños. De niño no había tenido amigos, ni enemigos, ni superhéroe favorito. 
William tenía un trabajo de sueldo modesto. Salía de casa todos los días a la misma hora y regresaba siempre a las 5. Tenía un tiempo justo para comer, desayunar y almorzar….Perdón, así no era: para desayunar, almorzar y comer. A William le gustaban las cosas en orden. 
Como desconfiaba de la gente, había aprendido a cocinar para no tener que contratar a nadie que lo hiciera por él, lo mismo que a coser los ruedos de sus pantalones y a arrancar la maleza de su pequeño y simple jardín. 
Un domingo en el que no llovió, William había salido temprano, a la hora justa que marcaba su horario pegado en la nevera, a   -como decía la casilla- “arreglar el jardín”. 
Guantes de látex desinfectados y un cortador amarillo que había comprado con un cupón, hacía un mes. Empezó por el lado derecho, porque era diestro. Meticulosamente cortaba cada hoja podrida que se encontraba en su camino. Justo cuando iba por el medio, el cortador amarillo se le resbaló de los guantes y fue a parar en la tierra. William se sobresaltó, nunca se le había caído el cortador amarillo, ni ningún otro cortador. 
Aún impactado se inclinó a recogerlo y vio que de la tierra sobresalía una punta azul que el cortador parecía haber hecho florecer. Se quedó mirando el pedazo de objeto incapaz de decidir qué era lo siguiente que debía hacer. A William lo desconcertaban las sorpresas. Después de un rato de cálculos mentales decidió que lo mejor era sacarla de ahí, no porque sintiera curiosidad por la pequeña punta azul, sino porque sentía que hacía que su jardín se viera desordenado, y a William le gustaban las cosas en orden. 
Despacio, como quien no quiere la cosa, movió un poco la tierra y sacó la punta que resultó siendo una diminuta cajita azul. El asombro intentó dibujarse en sus ojos, pero como hacía tanto tiempo que no lo intentaba, solo consiguió una mala imitación de lo que hubiera sido, en otros ojos, una mirada estupefacta. 
William abrió la caja, porque era un hombre de procedimientos y abrirla era el siguiente paso. Dentro había un papel que en otro tiempo había sido blanco, doblado con sutileza. Tercer paso: desdoblar el papel. Tomó una esquina, como si de desarmar una bomba se tratara, y deshizo el memorizado doblez de la hoja. 
Unas letras negras, escritas a mano, aparecieron ante sus ojos. “Instrucciones” rezaban las primeras que estaban justo debajo del borde superior de la hoja. Más abajo, luego de un renglón de cortesía, se empezaban a enumerar, uno a uno, los pasos para construir una máquina de los sueños. William lo descubrió cuando llegó al final: “10. Presione el botón que ubicó en el paso 5 para poner en marcha su propia máquina de los sueños” decía y después había un punto. Su mirada recordó de pronto cómo ser estupefacta. “¿Una máquina de los sueños?” se preguntó William, “¿es eso posible?”. No cabía dentro de sus organizadas ideas aquella invención que parecía tan ilógica, era incapaz de recordar la última vez que había soñado algo. 
William había llegado al mundo luego de que su madre perdiera dos bebés. Como parecía casi un milagro, ella creía que él era más una hoja papel mantequilla que un niño de carne y hueso. Nunca lo dejó leer libros, porque el papel podía cortarle los diminutos y tiernos deditos. No le gustaba tampoco que viera la televisión, porque temía que sus frágiles retinas no pudieran soportarlo. Mantenía siempre cerca una caja de pañitos y dos botellas de desinfectante, absolutamente segura de que el mugre le traería a William una enfermedad mortal. 
William creció entonces educado para pensar con sensatez y moverse con cautela. Jamás tuvo la posibilidad de soñar, porque cada idea salida de lo común que se le ocurría era rechazada por un discurso de su madre de cómo las ideas habían matado a miles de personas a lo largo de la historia.
Al principio William se resistía y rayaba las paredes, con lápices de colores, en los rincones donde la mirada de su madre no llegaba, o robaba de vez en cuando la funda verde de la almohada y jugaba a que era su capa. Incluso a veces saltaba de la cama, con cuidado de no hacer mucho ruido, y volaba durante algunos segundos antes de aterrizar en el suelo. Pero eso no le duró mucho, pronto William dejó de sentir curiosidad, como un diabético al que tanto prohibirle el dulce hace que se le olvide su sabor. 
De pronto, ahí  sentado en la tierra, con sus guantes de látex que sostenían el diminuto papel, William sintió una especie de emoción infantil, como si hubiera descubierto algo que nadie más sabía, como si un secreto lo estuviera mirando a los ojos. Los recuerdos de niños jugando afuera llegaron a él, junto con los sonidos de las risas borrachas de sus vecinos de cuarto en la universidad y las miradas furtivas de las chicas, de las que siempre había intentado huir. Volvieron, como pequeñas ráfagas de viento, todos los instantes en los que la curiosidad le había picado el ojo. Y lo supo, sin planes ni horarios pegados a la nevera, como una certeza apremiante que se vestía de plan: iba a construir esa máquina de los sueños. Estaba decidido. 




Sara Betancur Carvajal 

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