domingo, 13 de septiembre de 2015

“Pintar es volar”



Ángela está sentada en la silla, como siempre. Al frente tiene el caballete y la hoja pegada con cinta de enmascarar. Al lado izquierdo una tapa de Bon Yurt que juega a ser recipiente de agua, las acuarelas; amarrilla, naranja y café. Al derecho un trapo con restos de otras obras. 
-¿Lo corro más? Pregunta doña Adela. 
-Otro poquito. Responde Ángela moviendo la cabeza hacia la hoja para comprobar la distancia. 
Doña Adela acerca el caballete y le ofrece 4 pinceles en la mano. 
-¿Con cuál va a pintar hoy?
Ángela los mira, evalúa sus tamaños. Ha decidido hacer un caballo que la profesora Dora le mostró en la tablet. Lo primero que tiene que hacer es dividir el espacio y para eso utiliza figuras geométricas. En este caso, como solo es la cabeza del animal, tiene que hacer un círculo y dos triángulos. 
Lo mejor es el pequeño, decide, y acerca la boca al pincel de la mitad. 
Le gustaría cogerlo con la mano, la izquierda o la derecha, cualquiera. Pero tiene ambas sobre las piernas, como una niña a la que le han enseñado buenos modales. Al igual que los pies, están amarradas con un retazo de tela verde. El torso no escapa. También está sujeto a la silla de cuatro llantas con unas correas que parecen los cinturones de seguridad de una montaña rusa. 
Acomoda el pincel moviendo los dientes. No es un pincel común. Es una especie de figura fantástica. Como un centauro: mitad caballo, mitad hombre, o como una de las formas que le gusta pintar a Ángela: mitad árbol, mitad humano. Por un lado está la brocha, pero por el otro, la parte de arriba de un sharpie que perdió su tinta.
Baja la cabeza hacía al agua, unta el pincel y lo pasa por la acuarela. Controla los movimientos involuntarios de su cuello rebelde. Voltea a la derecha y lo limpia un poco en el trapo, no quiere que chorree sobre el lienzo. Lo levanta y lo pone frente a la hoja. A punto de tocarla para. Las manos y los pies no dejan de moverse, parecen espectadores impacientes. Ángela respira profundo, intenta calmar los temblores de su cuerpo, no está dispuesta a permitirles que le dañen el trazo. 
Los movimientos merman un poco y el pincel toca por fin la hoja; la recorre despacio. Una línea amarilla va apareciendo a su paso, es corta y frágil. No pasa mucho antes de que el pincel se seque y Ángela tenga que repetir el proceso de nuevo. 

El cerebro tiene infinidad de funciones, pero todas podrían dividirse en dos grandes grupos. Las habilidades motoras y las habilidades cognitivas. Ángela tiene las habilidades cognitivas intactas. En su mente es una mujer de 24 años común y corriente que se ríe de los chistes de doble sentido  y entiende las complicaciones de una cirugía. Pero la parte motora no le responde. Parece desconectada. Su cerebro lanza todo el tiempo impulsos sin propósito. Mueve los pies y las manos de Ángela como y cuando le da la gana. Ella da la pelea, intenta controlarlos, pero el cerebro es más fuerte y casi siempre gana. 
“Es una Cuadriparesia Espástica Severa”, explica Ana Cristina Galeano, directora de Artesas, la institución a la que Ángela asiste. Un nombre complejo para referirse a un problema complejo. Cuadri significa cuatro y se refiere a las cuatro extremidades del cuerpo: las manos y los pies. Paresia quiere decir que es parcial. Diferente a plejia que significa total. Parcial porque Ángela puede, a veces cuando el cerebro está cansado de batallar, moverse voluntariamente. Espástica significa rígida, lo que finalmente traduce que sus músculos no están relajados e impotentes, sino rígidos, como en un esfuerzo constante. Bueno, y de severa, no hay mucho que explicar. 
 
Cuadriparesia Espática Severa es el término médico para decir que la mente está atrapada en el cuerpo. 

No es una enfermedad genética. Se trata de una complicación prenatal. Es decir, que sucede al  momento del nacimiento, cuando por diferentes razones el bebé no alcanza a recibir en el cerebro la cantidad de oxigeno que necesita. Con Ángela no fue así. El parto, al igual que el embarazo, transcurrió sin complicaciones. El 17 de julio de 1990, faltando cinco minutos para las 12, Ángela María Rubio Quintero respiró el primer aliento de vida como un bebé común y corriente. El problema vino después. 

“Las enfermeras la colocaron boca abajo”, cuenta doña Adela con la resignación de un dolor que no ha encontrado respuestas en el paso de los años. Ese error, pequeño, lejano, le provocó a Ángela un paro respiratorio de media hora. “Cuando la revivieron me dijeron que había convulsionado y que ya no sería la misma”.  

A los cinco años, mientras un chico en algún lugar del planeta jugaba a construir mundos imaginarios, Ángela convulsionó por segunda vez. “Fue ahí cuando realmente supe la magnitud del problema”, explica doña Adela. 

Las vueltas no han parado desde entonces. Doña Adela ha tenido que buscar ayudas que el Estado no tiene, o que dice tener, pero que se quedan en escenarios de papel que no alcanzan magnitudes reales.

La única ayuda que pasó de ser idea a convertirse en realidad fue el subsidio de discapacidad que ofrece la Alcaldía. Pero para eso doña Adela tuvo que hacer una fila desde las 5 de la mañana hasta las 6 de la tarde en La Alpujarra. Mientras Ángela la esperaba en una cama incapaz de moverse, derramando lágrimas que gritaban hambre y sed. 

La experiencia les dejó dos cosas: una, el subsidio de la alcaldía, (120 mil pesos bimensuales) que aunque no alcanza para mucho, es algo. Y dos  la estrategia de los pajaritos. 

“Nos volvimos como pajaritos, explica Ángela, si ella sale y se va a demorar yo le pido que me marque dos veces al teléfono. Si en cambio está cerca solo me tiene que marcar una. Yo no puedo contestar pero al menos sé qué me espera, y estoy más tranquila”. 

Antes de toparse con el arte eso era todo lo que Ángela recibía al mes. Pero un día, como un encuentro inevitable planeado por el destino, Ángela descubrió lo que sería el motor de su  vida. 

Tenía 10 años. Era diciembre y mi mamá estaba sacando todo lo que no servía y en esas cosas había una cerámica empezada a pintar y se me ocurrió pedírsela. Ella la iba a botar porque tenía una rajada. Yo se la pedí y le dije que si me compraba vinilos y pinceles. Lo primero que pinté fueron manchones, pero vi que era capaz y seguí pintando”. 

La cerámica, una vaca pintada con machas irregulares de color pastel, está hoy al lado de la cama donde Ángela duerme. Parece un diploma alcanzado con esfuerzo. “Es una reliquia”, dice doña Adela. Y tiene la razón.  Esa vaca, que para quien no conozca la historia carece de todo sentido, tanto estético como trascendental, es el símbolo de la capacidad que se esconde en la palabra con la que el mundo califica a Ángela: discapacidad. Esa vaca es la prueba de que ella es más que el término médico que intenta encasillarla. 

Han venido muchos trabajos después de ese, cada uno mejor que el anterior. La casa de Ángela, un corredor largo y oscuro, es su propia galería de arte. En la sala hay cuatro cuadros. Todos de ella. El de la pared de la izquierda lo pintó a los 11 años. Son peces y mariposas nadando juntos en un océano de azul vinilo. Es el que más le gusta. "Me ofrecieron comprármelo, pero no. Tiene más valor que eso". El segundo de la pared de la derecha es un bodegón de flores. El que está más cerca de la entrada es un pájaro azul que sobrevuela un paisaje perteneciente a una realidad lejana e intangible. Y el último es un árbol con cinco pájaros en las puntas de sus ramas que esperan pacientes el fin del atardecer. 

El talento de Ángela no encontró apoyo en Colombia, pero sí en Suiza, donde por razones del destino conoció la Fundación de Pintores con la Boca y con el Pie, de la que ahora es miembro activo. Recibe un apoyo económico para sus estudios y envía obras dos veces al año. Participa en exposiciones fuera de las fronteras de un país en el que la palabra arte parece ajena. “Si alguien se enamora de un cuadro de ella, puede comprarlo. Cuenta doña Adela. Pasó una sola vez, le compraron una pintura por cinco millones ochocientos. La fundación le envía el 10 por ciento”. 

Aquí, en cambio, la situación es otra. También expone, a veces, en pequeños recintos que todavía creen en el arte. También hay gente enamorada de sus pinturas, por su puesto, pero es un amor que muere cuando Ángela propone los precios, (100 o 200 mil pesos). Finalmente seguimos siendo ciudadanos de mentes pequeñas en las que no cabe el verdadero valor del arte. 

Pero a Ángela no la afecta. No le importa lo que la gente piense de sus pinturas, ni  el sudor que baja por su cuello a cada pincelada. Ignora las sacudidas que da su cuerpo sin avisarle. Hace caso omiso y sigue pintando, trazando un mundo que está en su cabeza y que nadie más que ella puede ver en totalidad.

“Pintar es volar” dice, porque es eso lo que hace. Ángela vuela con alas hechas de vinilo que le salen invisibles a los lados de la silla de ruedas. Vuela por paisajes de colores que nacen en cada pincelada de imaginación, que su boca y el pincel, como dos cómplices de viejos tiempos, plasman sobre el lienzo. 






Sara Betancur Carvajal 

No hay comentarios:

Publicar un comentario