jueves, 1 de octubre de 2015

El arte de suspender personajes

Este texto no es para los escritores, que tienen el punto y la coma y mueven las letras con la facilidad del niño para soñar imposibles. No es para ellos que por ratos -mientras escriben- son dueños de otros destinos. Este texto es para usted y para mí que leemos esos personajes que bailan al son de ritmos que no nos pertenecen.


Los libros capturan con letras a los personajes, los condenan a vivir y revivir la misma historia. Caminar los mismos senderos, enamorarse de la misma mujer, mirar por primera vez -un millar de veces- los mismos ojos cafés que parecen almendras. Entonces, cada vez que un nuevo lector se atreve a abrir la portada de un libro, los personajes, como buenos actores de teatro, se alistan el traje, se peinan el pelo y fingen desconocer las palabras exactas que hay entre la primera mayúscula y el obligatorio punto final.
La magia de leer recae precisamente en dejarse enredar por esa actuación de desconocimiento que forja la ilusión de que no todo está escrito, que nos hace parecer creadores de historias que nos son ajenas pero que leemos tan propias.
Aunque la labor del lector no es crear el personaje, sí es guiarlo a través de las páginas. Entre sus manos no tiene un trabajo fácil. El lector asume, desde la primera palabra, el deber de acompañar a los personajes mientras las hojas se van acabando. Entiende que ellos no pueden moverse solos, que necesitan de unos ojos que los lleven, como manos, a recorrer destinos que ya conocen. El lector entonces -el buen lector- está obligado a leerlos despacio, a seguirlos de cerca y escuchar el imaginario compás con la que laten sus corazones.
Debe hacerlo así y lo sabe. Debe hacerlo así porque solo de esa manera habrá valido la pena volver a recorrer los mismos escenarios como si se tratara de lugares extraños y desconocidos. Solo así la historia habrá logrado trascender de la última página, ya en blanco, en forma de memoria a pasear por lejanos horizontes.
Es en ese proceso de leer -de acompañar- que el lector se vuelve consciente de su capacidad de suspender personajes. Creo que ocurre después de que entiende que el ritmo de la historia se adapta a su ritmo propio (a las pausas que hace, a los puntos y aparte que pasa por alto), aunque bien puede ocurrir después.
No se trata de un descubrimiento estruendoso, es silencio y sutil, delicado y capaz de dibujar una sonrisa cómplice. Diría yo que sucede la primera vez que cerramos el libro y arrinconamos nuevamente las páginas, una junto a otra. Ahí detenemos la historia, oprimimos, sin oprimir, un botón de pausa, que no existe. Suspendemos los personajes que se quedan quietos como pedacitos de polvo flotando en el aire, forzados a esperar que el capricho de leer nos vuelva a palpitar en el alma.
A veces, les toca quedarse, pacientes, frente a la puerta de alguien al que temen ver; en el mar a merced de un pez que aún no han visto o en la eterna noche a la espera de una llamada. Otras veces, en cambio, tienen suerte y pueden reposar en el beso que esperaron durante 30 páginas.
Suspender personajes solo por suspender, porque el cansancio nos salió en bostezo o porque los parpados caen ante el peso de la noche, no es una gran hazaña. Les pasa, sí o sí, a todos los lectores. En cambio, el arte de suspender, solo es propio del buen lector.
Esos, que se saborean los libros, como dejándose seducir por el aroma que se esconde entre las páginas, no paran al azar a menos que se les escape de las manos. Esperan siempre un lugar seguro donde dejar al personaje; un punto entre las letras del que no pueda escapar, en el que se quede quieto y no tenga oportunidad de hacerse daño mientras no lo ven. Pero sobre todo, los que saben de suspender personajes, paran el libro para prolongar los buenos momentos.
Es como una estrategia, como una revolución en contra del tiempo. Con ello se niegan a que las páginas, que saben que faltan, devoren el momento esperado demasiado pronto. Detienen la historia para que no se quiebre, para que repose y sienta por un instante que no hay más acontecimientos esperándola. Es su manera de decir quiero que acabe aquí porque tengo miedo, miedo de que se dañe, de que me envuelva, miedo de que se me entre en el corazón y nunca más vuelva a salir.
Suspendemos los personajes reclamando una responsabilidad que realmente no queremos asumir. Lo hacemos para exigir potestad sobre el punto final que no nos pertenece. Sin vergüenza, lo hacemos para lavarnos las manos, para decirles a los personajes: “si fuera por mí hasta aquí iría la cosa”, para pedirles perdón de que la historia no acabe como ambos esperan, para dejarlos respirar mientras sonríen inocentes.
Lo hacemos sabiendo que con ello no vamos a lograr que la historia termine. No es un misterio que así suspendamos los personajes seis veces o solo dos, la historia va a continuar y acabara siempre como acabo la primera vez. Pero lo seguimos haciendo porque es la última herramienta que tiene el lector para luchar contra un final que inevitablemente lo acecha unas páginas adelante. Finalmente, El arte de suspender personajes, no es más que la oportunidad de sentir que la historia nos pertenece, aunque sea un poco, aunque sea efímero.



Sara Betancur Carvajal 



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