lunes, 19 de octubre de 2015

Volar

Es el piso 27, la habitación del fondo. Las paredes son blancas y parecen no haber escuchado demasiadas conversaciones, están vacías. Desde el techo tres ojos de buey miran silenciosos.

El clóset, la cama, una lámpara sobre la mesita de noche  y dos ventanas. 
El miedo de que el frío de Bogotá se sienta bienvenido me impide siquiera subirles las cortinas. 

Hay una lejos, frente a la puerta, que no logro ver desde donde estoy. La otra, en cambio, la tengo al lado. El reflejo del exterior llega a mis ojos carente de nitidez; me parece estar viendo a través de un espejo empañado tras el primer baño de la mañana. Son las 5 de la tarde probablemente. El cielo está azul y dos hileras de nubes, ordenadas de memoria, le hacen compañía. 

Tengo la atención en otra parte cuando veo caer el primero. Pasa rápido como compitiendo con la brisa. Volteo enseguida la cabeza, abro los ojos: sé que lo vi. Pero ya no está. 

Espero. Los humanos y su extraña certeza de que todo siempre se repite. 

No pasa nada pero no desisto; me siento en la cama decidida a no perderme el próximo. Las cobijas despeinadas, las manos sobre las piernas y la mirada fija. La espalda, que ha quedado sin abrigo, se siente débil, descubierta.  

Me vuelvo de pronto consciente del inmenso silencio que ocupa la habitación. Me siento pequeña. Intento escuchar la ciudad que está abajo, afanada. Estoy a punto de volver a perderme cuando lo veo. Cae despacio, como sabiendo que lo estoy esperando, que quiero verlo. Se clava al infinito cual nadador desde su tabla junto a la piscina.  Las  alas a lado y lado. Firme, seguro, sin miedo. 

Los pájaros son valientes, pienso. 

Veo caer dos más  y me pregunto, sin que ellos me escuchen, si acaso caer será el primer paso para volar. 

Sara Betancur Carvajal

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