martes, 13 de enero de 2015

Su sombrilla

Hay una creencia en el mundo oriental que reza que los objetos también tienen alma. No sé si tengan alma, pero después de conocerla, se sembró en mí la seguridad de que tienen memoria; creo que los objetos conservan los recuerdos de quien los haya convertido en sus testigos silenciosos. Pienso que todos tienen algo que contar, tanto las paredes, que prudentes guardan infinidad de secretos, como las sombrillas que se pierden, o las que se encuentran, como la de ella. 

La conocí un día de abril demasiado lluvioso, cuando esperábamos juntos a que llegara el último ferry. Aunque no habíamos hablado nunca, ya la había visto suficientes veces como para reconocer su pelo rojo entre la multitud. Siempre lamenté muchísimo que lloviera tanto, me hubiera encantado verlo chispear con el roce del sol. 
Esa noche, la primera y única en la que hablamos, me contó sobre su sombrilla. Como si lo estuviera leyendo en su cabeza, me relató al pie de la letra cómo había dado con ella. 
Recuerdo mucho que primero me habló de su mala relación con las sombrillas, y luego, tratando de darle fuerza a esa afirmación, me contó dos o tres historias acerca de algunas que había dañado de la manera más extraña posible. 
Después me dijo que esa, en particular, la había reclamado debajo de una estación del tren, "el lugar de las sombrillas perdidas" fue como lo nombró, y me sonó poético. Me contó que allí era donde iban a parar todas aquellas sombrillas que alguien, demasiado afanado o distraído, había olvidado en el tren. 
Antes de confesarme que había ido allí con la mentira bien planeada de que una de esas sombrillas era suya, me dijo con voz contundente que no le gustaban las mentiras. Me recordó mucho a un alcohólico  que se repite que no debe beber. 
Durante toda la historia mantuve la mirada clavada en la sombrilla, y me llamó muchísimo la atención ver que estaba rota.
-¿Por qué la lleva todavía? Le pregunté -Si ya no sirve para nada. 
Ella dejó escapar una risa fugaz que sonó genuina.
-Porque sé que llegó a mí por una razón, sé que alguien la está buscando. Respondió y parecía un niño que hace algo esperando llamar la atención, pero que luego, cuando lo logra, actúa como si su intención jamás hubiera sido esa. 
Se detuvo un momento y dejó de mirar la sombrilla para mirarme a mí. 
-¿Conoce usted la historia del cordón rojo? Me preguntó. 
Negué con la cabeza, no quería hablar, no me atrevía a interrumpirla, estaba cautivado por completo con esa mirada suya que parecía albergar tantas historias. 
-Dicen que todas las personas están atadas a otra por un cordón rojo, y que al final, ambas puntas, están destinadas a encontrarse. Creo que está sombrilla es mi cordón rojo y espero el día en que la encuentren, o bueno, en que nos encuentren. Dijo recalcando el nos. -Entonces debo llevarla siempre conmigo, no van a encontrarnos si la dejo guardada en la casa. Concluyó mientras me regalaba una de sus sonrisas que parecían brilla bajo la luz demasiado blanca que iluminaba el puerto.
Me pareció bonito ese pensamiento y por un momento vi en ella a Penélope, de la canción de Serrat. Ambas con la ilusión inocente que espera el gran momento, Penélope con su banca y ella con su sombrilla. 
Guardamos silencio durante mucho tiempo después de que terminó su historia y se me ocurrió que precisamos dos chiquillos que acababan de comer la última cucharada de su postre favorito. Temíamos volver a hablar, porque no queríamos que las nuevas palabras nos robaran el sabor de las ya pronunciadas. 
Solo fue hasta que el ferry tocó el otro puerto que su dulce voz quebró nuevamente el silencio. 
-Fíjate bien cuando elijas una sombrilla. Me aconsejó.-No vaya a ser que termines eligiendo una que proteja de la lluvia peinados en vez de besos. 
Sentí sus palabras suspendidas en el aire. 

Se bajó del ferry, sombrilla en mano, y se despidió con una sonrisa que prometía volver. 

Nunca mas la vi, no pude tener el gusto de ver su pelo rojo coquetear con el sol, ni pude saber jamás, aunque deseé que así fuera, si el dueño encontró la sombrilla, y afortunado, tropezó también con ella. 


Sara Betancur 

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