jueves, 1 de enero de 2015

Valiente o estúpido

Algún día escuché, o leí, ya no sé, que el miedo se convierte en pavor cuando lo que uno teme se demora en pasar. Algo así como cuando el piloto avisa que el avión inevitablemente se va a caer. En ese lapsus, demasiado corto y a la vez demasiado largo, entre el anuncio y el acontecimiento real, lo que los pasajeros sienten ya no es miedo, es algo más, es pavor. Pavor es también estar sentado en la sala de espera en el aeropuerto de Estambul esperando que llegue un avión y queriendo fervientemente que cancelen el vuelo. 
No sabría decir si es de valientes o de estúpidos coger un avión para Israel el mismo mes en el que se ha vuelto uno de los países más caóticos del mundo. A menudo valiente y estúpido son la misma cosa. Estúpido haber ignorado cada una de las noticias que amarillista leí día tras día esperando echarme para atrás; estúpido no haber escuchado a mi papá cuando me dijo que no fuera. Valiente seria quizá la determinación de irme, de querer conocer un país lleno de historia y cicatrices, a pesar de lo que muestran las noticias. Valiente quizá desafiar la realidad, creer que no es tan grave, incluso cuando todo apunta a lo contrario. ¿O eso era estúpido? Sí. No. No sé. 
En algún lugar del mundo ya amaneció, pero aquí son las 10 de la noche y el cielo sigue igual de oscuro que a las 7:30, cuando llegué. De pronto un poco más, pero no me atrevo a decirlo porque me entra la duda de si lo que habla es el miedo o soy yo. 
En el taxi de camino al aeropuerto me consolé pensando que no podía perder el tiquete, que lo había comprado hacía mucho, cuando nada de esto estaba pasando. Me pareció una razón bastante lógica mientras registré mi pasaporte y me asignaron la silla en el avión, siguió pareciéndome buena mientras caminaba por el pasillo buscando la sala de espera. Dudé por primera vez cuando me senté y a mi alrededor solo había tres personas. Pero la duda absoluta solo me invadió cuando pasó más de una hora y el avión no llegó. Después de ahí, no podría decir cuál fue el momento exacto en el que lo que sentía ya no era duda, sino miedo. 
El miedo es, para mí, la expresión más genuina de la imaginación; lo vive uno todo, lo siente todo, lo ve todo y aun así nada pasa más allá de su propia cabeza. Para cuando llegó el avión, ya había aterrizado en Israel 2 veces y me había arrepentido en ambas ocasiones, ya había salido del aeropuerto, sordo de escuchar los latidos acelerados de mi corazón. Ya me había tenido que esconder, al menos tres veces, en un sótano cualquiera, cercano, para que un misil no me alcanzara. 
Para cuando llegó el avión ya había sentido el arrepentimiento de dejar a mi mamá sola, de no haber escuchado a mi papá, de no haber salido corriendo cuando el instinto me gritaba que lo hiciera. Ya lo había vivido todo, imaginado todo. 

Me senté en la silla con la garganta seca e incapaz de escuchar otra cosa que el zumbido que de repente se había apoderado de mis oídos. Durante la siguiente hora y media no pude mas que permanecer aturdido. 
No le tengo miedo a los aviones, me gusta viajar y les agradezco que me lo permitan. Aún así, no puedo evitar sentir cierta tranquilidad cuando las llantitas, demasiado pequeñas, logran con una fuerza enorme detener el aparato. Confieso incluso que a veces reprimo la sonrisa cuando la azafata, algo aliviada, da la bienvenida. De volar, siempre lo que más disfruto, es cuando aterrizo. Bueno, siempre, menos hoy. 
No logré darle la suficiente importancia al hecho de que acababa de llegar a un país en el que había explotado la guerra, a un país donde más de 2000 personas habían perdido sus vidas, a un país ajeno a todo control y seguridad. Ser el cuarto en salir del avión no me dejó demasiado tiempo para dudar el siguiente paso, para intentar retroceder. 
Como un niño que a pesar de todo deseo se levanta para ir al colegio caminé por el pasillo que conectaba el avión con el aeropuerto y seguí caminando hasta que una policía, con un paso tan determinando que parecía que me conociera, vino a detenerme. 
Me saludó en ingles y me pidió el pasaporte, yo se lo entregué recordándome que no tenía nada que temer, no creyéndomelo del todo. 
-¿Habla español? Me preguntó cuando lo abrió, y la sorpresa hizo que me demorará más de lo necesario para responderle. No sé cuánta gente hablara español en Israel, pero con seguridad no sobrepasa el 10% de la población. Y aún así, ahí estaba esa mujer desafiando todo pronóstico. 
-Sí, le respondí cuando pude. -Me han dicho que la situación aquí está muy mal. Agregué, algo tímido, como intentando confirmar mis certezas pero queriendo fervientemente que me las negaran por completo.
-Pues le han dicho bien. Me dijo y un frío me recorrió todo el cuerpo. -Ha sido usted muy imprudente de venir para acá, las cosas están muy peligrosas, debería quedarse en el aeropuerto. No sé si fue esta señora dándome indicación sobre que debía hacer y que no, o si fue el miedo absoluto de estar tan cerca de la muerte lo que me recordó a mi mamá, pero de repente la tenía ahí, en una imagen demasiado vívida que me invadía la cabeza. 
-Pero mi tiquete de vuelta es para dentro de siete días. Le dije, pero el deje de reproche no generó nada en ella, seguía mirándome fijamente y sin expresión alguna, como si no entendiera que tenía eso que ver con su advertencia. -¿Espera usted que me quede en el aeropuerto durante los siete días? Le dije, entonando bien cada palabra, queriendo transmitirle con absoluta claridad lo absurda que sonaba esa idea. 
-Sí, dijo. Sería lo mejor. Sus palabras atravesaron mis oídos y se clavaron fijamente en mi cabeza. Incapaz de moverme le devolví la mirada y me percaté por primera vez de lo profundos que eran sus ojos. Me pareció en ese momento que sus palabras de advertencia venían acompañadas de un miedo casi maternal de que me pasara algo, mezclado con la certeza de que, estando las cosas como estaban, eso era lo mas probable. 
Cuando me devolvió el pasaporte fue la primera vez que pensé en lo absurdamente casual que había sido todo eso: que esa mujer me parara justo a mí, que me hablara en español en un país tan lejano, que me confirmara lo mal que estaba todo cuando todavía tenía tiempo de buscar una salida, de encontrar una solución, de esconderme en un lugar seguro. 
Supongo que las coincidencias solo se vuelven señales de la vida cuando uno, voluntariamente, les otorga ese estatus. Y cuando algo, por insignificante que sea, adquiere esa etiqueta entonces no queda más que obedecer la señal al pie de la letra, o al menos creo que así funciona. Por eso, concentrado en la imagen de mi mamá que no salía de mi cabeza aceleré un poco el paso y seguí caminando convenciéndome de que todo había sido una simple coincidencia. Repitiéndome, aunque pensaba lo contrario, que lo que estaba haciendo no era estúpido, sino valiente. 

-Sara Betancur 

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