martes, 6 de enero de 2015

Del adiós


A Camila, que se llevó con ella 
un pedacito de mi alma.




Cuando llegué al restaurante ella ya estaba sentada en la mesa junto a la venta, como habíamos acordado. Apenas la vi todo se volvió demasiado real y el vacío se apoderó de mi pecho. 
-¿Quién soy? Le pregunté tapándole los ojos 
-Ya no me engañas con eso. Respondió ella mientras me sujetaba las manos con las suyas siempre tan suaves y pequeñas. 
Me senté frente a ella, quería mirarla a los ojos para poder detallarla y aprenderla de memoria, pensando, ingenuamente, que así podría recordarla con más precisión. 
Mientras esperábamos la comida hablamos sin mucha gana intentando parecer tranquilos, luego, cuando llegó, nos concentramos en ella, intentando desesperadamente huir de todos los pensamientos de añoranza que nos volvían más lentos los latidos del corazón. 
-¿Tienes miedo? Le pregunté sin poder evitarlo más. 
-Algo. Susurró, sonaba como asustada de tener que admitírselo. -Pero supongo que es lo normal. Una sonrisa algo forzada se le dibujó en los labios. Así era ella, siempre capaz de transmitir seguridad aún cuando no la sentía.
 Yo asentí y la miré con todo el amor del que fui capaz en ese momento. 
Volvimos a comer en un incómodo silencio cargado de todas las cosas que queríamos decir, de todo lo que sabíamos que íbamos a extrañar del otro, de las palabras de amor atrasadas. 
Permanecimos así por un rato, pero a medida que la comida se fue acabando y el tema fue surgiendo volvimos a encontrar la comodidad con la que hablábamos siempre. 
Ella me contó sobre algo que había leído en el periódico por la mañana, y yo le hablé de la visita que debía hacerle a mis padres al otro día. Fue entonces cuando se me ocurrió: no importa si sabes que algo se va a acabar en un mes, en un día o en una hora, no eres totalmente consciente de lo que ese fin significa hasta que no está sucediendo. 
Seguramente si alguien me hubiera preguntado hace dos o tres semanas qué habría hecho si supiera que inevitablemente iba a perderla, con absoluta seguridad le habría hablado de sueños, utopías y esperanzas que no terminaría llevando a cabo. 
La idea de que ella se fuera hubiera provocado en mí ganas de hacer hasta lo imposible, y seguramente incluso la seguridad de que hubiera podido lograrlo, al fin y al cabo las ideas siempre pueden ser perfectas. La realidad en cambio está llena de limitaciones, de lunes en los que hay que trabajar, de viernes lluviosos y de oportunidades que conscientemente se dejan pasar. 
-¿Pedimos la cuenta? Preguntó, algo tímida, sacándome de mis reflexiones existencialistas. 
-¿Ya se nos ha pasado el tiempo? Observé asombrado.
El tiempo es un ser curioso, siempre rebelde; lento cuando se le exige rapidez y rápido cuando uno le ruega a gritos que se quede.
-Se nos ha pasado. Concedió ella. 
El silencio pesado volvió a nuestra mesa junto con el mesero y las dos mentas que venían con la devuelta. Nos quedamos mirándonos por un rato sin decir palabra alguna. No quería dejar de ver sus ojos, nunca. Sentí unas inmensas ganas de gritarle que no se fuera, de rogarle si era preciso. Pero en la poca cordura que me quedaba sabía que eso era lo peor, ya ella estaba lo suficientemente nerviosa, no necesitaba que yo se lo empeorara. 
-Te quiero, ¿sabes? Dije en cambio. 
-No sabía, pero ya sí. Respondió ella, como siempre. No pudimos evitar sonreír ante lo familiar que se habían vuelto para nosotros  esas dos frases. 
Ella se levantó primero, de los dos siempre fue la más valiente. Yo la seguí hasta la salida sin decir palabra alguna. 
Cuando estuvimos ya afuera se dio la vuelta, las lágrimas contenidas inundaban sus ojos. 
En ese momento quise pedirle perdón por todas las veces que llegué tarde a nuestras citas, por las veces que no la entendí, que la obligué a ir a planes que, muy bien sabia, no disfrutaba. Por los días que no la abracé y por los que la abracé mucho. Quise decirlo todo, pero no lo hice. Solo la abracé, la abracé muy fuerte, como queriendo reponer todos esos abrazos que no iba a poder darle, como queriendo transmitirle el inmenso amor y agradecimiento que sentía por ella y por el tiempo que habíamos compartido juntos. 
-Yo también te quiero. Me dijo al oído y me apretó con más fuerza antes de soltarme. 
La ayudé a subirse al carro y le di un beso rápido, no quería sentir todo lo que ella significaba para mí, no quería extrañarla tan pronto, aunque sabía muy bien que la estaba extrañando desde que la vi sentada en esa mesa. 
-Adiós. Le dije, y sentí como mi voz atravesaba el pesado nudo que se me había hecho en la garganta. 
-Adiós. Respondió, y supe que tampoco ella entendía la fuerza que cargaba esa palabra. 

-Sara Betancur 

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